¿Por qué los críticos de Israel no se preguntan cómo los gazatíes del común pueden mirar hacia otro lado mientras hombres y mujeres inocentes son mantenidos como rehenes entre ellos?
JONATHAN A. GREENBLATT
Hace décadas, el presidente George W. Bush habló del concepto de la “intolerancia atenuada de las bajas expectativas”, la noción de que esperar menos de un grupo de personas es pensar menos de ellas, un estereotipo que en sí mismo es perjudicial. Ahora, en un momento y un contexto muy distintos, esta idea de antaño resuena en mis oídos.
En días recientes, en la reacción al heroico rescate de cuatro rehenes israelíes en medio de Gaza, quedó claro que muchos líderes del mundo, comentaristas y manifestantes en la calle tienen cero expectativas respecto al comportamiento moral y ético de Hamás y quienes les apoyan en las calles de Gaza o en las calles de las ciudades de todo el mundo. No le reconocen ninguna capacidad de acción a los gazatíes, relegándolos al papel de víctimas perpetuas —una intolerancia atenuada— y, al mismo tiempo, ven a Israel y al pueblo judío como eternamente malvados —un prejuicio duro, sin duda.
Para empezar, recordemos quiénes eran estos rehenes: tres hombres y una mujer inocentes que asistían al festival Nova. No eran soldados ni estaban armados. A diferencia de los otros casi 400 civiles que se encontraban en el festival, ellos no fueron asesinados ni mutilados. Por el contrario, fueron brutalmente secuestrados contra su voluntad. En el caso de Noa Argamani, tenemos el video donde se ve cómo la arrojan sobre una motocicleta y la llevan a Gaza.
A medida que salieron a la luz los detalles de su cautiverio, supimos que estos rehenes en concreto no habían sido enjaulados en túneles subterráneos en las profundidades del enclave, donde probablemente nunca podrían ser encontrados. Por el contrario, se los ubicó en barrios residenciales adyacentes a un centro comercial de estilo occidental y estuvieron cautivos en las casas de miembros destacados de la sociedad.
Esto es escandaloso, pero tal vez no muy sorprendente. El académico Daniel Jonah Goldhagen llamó a los alemanes comunes que siguieron a los nazis “los verdugos voluntarios de Hitler”. Aquí tenemos a los secuestradores voluntarios de Hamás y un fenómeno similar de personas que consienten y son cómplices del mal.
Sin embargo, apenas unas horas después de que los rehenes fueran rescatados, los grandes y buenos de todo el mundo occidental no iniciaron un debate sobre los crímenes de guerra de Hamás al secuestrar civiles o ubicar sus operaciones en un barrio residencial. En su lugar, el crimen fue de Israel, por las desafortunadas e inevitables muertes de civiles que se produjeron como resultado del intenso tiroteo que Hamás desató contra los equipos de rescate.
De hecho, un funcionario de la ONU habló de que los rehenes habían sido “liberados” y luego atacó a Israel por utilizar a los “rehenes para legitimar el asesinato, las heridas, las mutilaciones, el hambre y el trauma de los palestinos en Gaza”.
Es como si Hamás no existiera y el 7 de octubre nunca hubiera ocurrido.
Algunos lamentaron la muerte de un “periodista” que alguna vez contribuyó con un artículo a Al Jazeera, pero nunca se preguntaron por qué un periodista mantendría en su casa a tres civiles secuestrados.
Nunca se preguntaron por qué un médico que vivía en esa casa parecía tomarse más en serio su juramento a Hamás que el juramento hipocrático.
Nunca se preguntaron cómo es posible que cientos de personas miraran hacia otro lado mientras se retenía como rehenes a hombres y mujeres inocentes.
Estas preguntas no se formularon tras los sucesos del 8 de junio ni, de hecho, desde el 7 de octubre. No ha habido ninguna responsabilidad —o expectativas de responsabilidad— de los habitantes de Gaza y Hamás.
Algunos destacados comentaristas se han preguntado si la muerte de 200 gazatíes valía la vida de cuatro rehenes israelíes.
Sí, esta pregunta tiene que plantearse… pero directamente a Hamás.
Debería plantearse a los dirigentes de Hamás en Doha, que rechazan las propuestas de paz y se sientan cómodamente sobre enormes fortunas mientras su pueblo sufre innecesariamente en la pobreza.
Habría que preguntárselo a los generales de Hamás que adoptan posturas maximalistas cuando están a salvo en los túneles mientras sus civiles agonizan innecesariamente en las calles.
Y deberían planteárselo los ansiosos promotores de Hamás en Occidente que se pavonean y posan con su privilegio mientras tantos inocentes lloran dolorosamente en Gaza.
De hecho, las protestas que vimos consecuentemente, en especial frente a la Casa Blanca, demuestran que esta intolerancia atenuada de bajas expectativas se aplica a quienes protestan contra la guerra de Gaza. Los manifestantes afirman que su motivación es la paz o el fin de la guerra y el derramamiento de sangre. Pero sus palabras y acciones cuentan una historia diferente. En el exterior de la Casa Blanca, los manifestantes coreaban “matar a los sionistas”, una palabra que finalmente se sabe es poco más que un burdo eufemismo para referirse a los judíos. Otros pedían la muerte de soldados israelíes.
Las pancartas fetichizaban el asesinato que tuvo lugar el 7 de octubre, con triángulos rojos y llamados a las organizaciones terroristas para que asesinen a más judíos. Grupos que serían asesinados por Hamás extrañamente defendieron su causa. Un manifestante llevaba una cinta de Hamás en la cabeza y gritaba mientras sostenía en alto una máscara ensangrentada del presidente Biden como si fuera una cabeza decapitada. Detrás de él, otro activista intentó quemar una bandera estadounidense.
Quizá esto no debería sorprendernos. Las acciones generalizadas que han sacudido la educación superior han exhibido una amplia gama de feo odio antijudío. Hemos visto eslóganes despreciables en la Universidad de Texas haciendo un llamado al genocidio, incitaciones ad hominem en la Universidad de California que ponían en peligro a miembros de la facultad, y abundantes grafitis profanos en Stanford. Y todo ello palidece al lado de los casos de agresiones en lugares que van desde las grandes universidades públicas a las universidades de élite de la Ivy League, por no hablar de los innumerables relatos de acoso.
Pero, ¿dónde está la indignacióncontra Hamás? ¿Dónde está la condena generalizada de este vil antisemitismo?
¿Dónde están los expertos que condenaron correctamente la anarquía del 6 de enero, cuando los llamados manifestantes irrumpieron en el Capitolio de Estados Unidos y profanaron el templo de nuestra democracia; cuando un nuevo grupo de agentes del caos actuó alrededor de la Casa Blanca y destrozó otro conjunto de monumentos de nuestra democracia?
La historia nos demuestra, una y otra vez, que la retórica del odio alimenta las acciones de odio. Lo vimos desde Charlottesville hasta Pittsburgh durante los años de Trump. ¿Alguien pretenderá sorprenderse cuando las consecuencias se hagan evidentes en los próximos días?
La incapacidad de establecer expectativas de comportamiento aceptable —y mucho menos de hacerlas cumplir— no es solo su propia forma de “intolerancia atenuada”, también puede alimentar y fomentar el prejuicio duro. El antisemitismo se redujo y disminuyó en la segunda mitad del siglo XX porque la sociedad dijo que ya no era aceptable. En el siglo XXI, ha vuelto reforzado porque hemos permitido que esa expectativa decaiga. Ese relativismo moral nos amenaza a todos.
Es hora de empezar a esperar más de Hamás y de exigirle que se responsabilice por sus actos inconcebiblemente horrendos. Es hora de dejar de aceptar las mentiras de Hamás y su temerario desprecio por las vidas de sus gobernados, y exigirle que acepte el acuerdo de alto el fuego que está sobre la mesa, un acuerdo que tanto el presidente Biden como el primer ministro Netanyahu han respaldado.
Es hora de esperar más de quienes proclaman protestar contra la guerra. Es hora de dejar de ignorar el antisemitismo que se exhibe con tanto orgullo en estas manifestaciones. Es hora de exigir que, si los activistas realmente desean la paz, dejen de culpar a Israel y a los judíos de todo y empiecen a hacerle preguntas difíciles a Hamás y a sus aliados.
Es hora de poner fin a esta desastrosa tolerancia de la falta de expectativas y a los prejuicios que permite, antes de que sea demasiado tarde.
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