Irving Gatell/ Israel y el ocaso de los tiranos

Map with flag of Israel

Tres veces en la historia se ha independizado el pueblo de Israel en su propia tierra, y las tres veces han estado acompañadas por el declive de las tiranías que asolaban al Medio Oriente. ¿Coincidencia? No lo creo. Tal vez sólo sea lo normal en el pueblo que más ha amado a la libertad.

Hubo tres momentos en que Israel inició o reinició su vida como una nación libre en su propia tierra. Hacia el año 1000 AEC, el antiguo Canaán —un territorio sin cohesión política ni social, poblado por grupos diversos que se organizaban en ciudades-estado independientes unas de otras— se convirtió en el reino de Israel. En el año 128 AEC, el rey hasmoneo Yojanan Hirkanus consolidó la independencia absoluta del reino de Judea. Y en 1948, David ben Gurión leyó la declaración de independencia del moderno Estado de Israel.

Curiosamente, hay un elemento en común a estos tres momentos decisivos en la historia del pueblo judío: la consolidación de la libertad del pueblo de Israel vino con el declive de las grandes tiranías de la época.

En el año 1200 AEC, el Medio Oriente era controlado por los egipcios y los hititas. Dos grandes imperios que en otras épocas habían sido enemigos, pero que luego habían sellado tratados políticos y comerciales con los que se repartieron el territorio. Los hititas tenían su sede en la Península de Anatolia (la actual Turquía); los egipcios —por supuesto—, en la zona circundante al Río Nilo. Los hititas se adueñaron del norte de Canaán, lo que hoy es parte del Líbano y la zona costera de Siria; los egipcios hicieron lo propio con la zona central y sureña de Canaán, lo que hoy es el sur del Líbano e Israel.

Las invasiones de los Pueblos del Mar pusieron en crisis la estabilidad hegemónica de egipcios e hititas. Entre los años 1250 y 1180 AEC, todo el orden político y económico de la Edad del Bronce se desmoronó. Egipto perdió el control de sus dominios en Canaán; Hatti, el orgulloso y monumental imperio de los hititas, se desmoronó por completo. Su colapso fue de tal magnitud que todavía en el siglo XIX se pensaba que los hititas eran un pueblo legendario. Hubo que desenterrarlos del polvo.

Eso provocó una situación de caos en Canaán del sur, debido a que el control militar era monopolio de los egipcios. Las ciudades-estado amorreas, hurritas y semitas de la zona no tenían modo de defenderse de los Pueblos del Mar que se asentaron en la costa colindante con Egipto, y que pronto empezaron a ser conocidos como filisteos.

La solución llegó del grupo menos esperado. Toda esa región seguía siendo el asiento de bandas, clanes y tribus de cierto tipo de población nómada y semi-nómada, hábiles guerreros y buenos comerciantes, vistos generalmente como forajidos y bandoleros.

A juzgar por la evidencia, eran mayoritariamente semitas, pero también había amorreos y hurritas, e incluso hititas, en esa suerte de cofradía que si en otros tiempos no había querido vivir bajo el control de los egipcios, ahora tampoco estaban dispuestos a vivir bajo el dominio filisteo. Así, ellos fueron los que se pusieron al frente de la resistencia.

¿Quiénes eran? Los hebreos. El éxito de su defensa durante un lapso cercano a los 200 años sentó las bases para que sus principales caudillos —de etnia israelita— le dieran forma a una monarquía que, entre los años 1000 y 900 AEC, metió en cintura a los filisteos y pacificó la región, provocando el nacimiento de la nación israelita ya consolidada como un reino independiente.

Ocho siglos más adelante la situación se volvería a repetir en sus rasgos generales. A inicios del siglo II AEC, el mundo estaba dominado por los seléucidas (capital en Damasco, dominios extendidos desde Mesopotamia hasta Siria y Turquía), los ptolomeos (capital en Alejandría, dominios extendidos por Egipto y Judea), y los cartagineses o púnicos (“púnico” es una deformación del griego “phoenikis”, del que también viene la palabra “fenicio”), oirginalmente una colonia fenicia que luego se convirtió en el mayor poderío militar en el Mar Mediterráneo desde su capital en el norte de África (en el actual Túnez).

Estos imperios fueron la culminación de la expansión helenística iniciada casi dos siglos atrás con las conquistas de Alejandro Magno. En un principio no fueron un problema para el pueblo judío, que antes había sido vasallo de los persas, que luego pasó al dominio macedonio, luego al egipcio ptolomeo, y finalmente al sirio seléucida.

Hasta que llegó Antíoco IV Epífanes, el usurpador del trono seléucida que quiso imponer su dominio total. Eso implicaba aplastar Babilonia y Egipto, y para ello procedió a financiarse saqueando sus dominios. Eso fue lo que lo llevó a entrar en conflicto total con Judea, y el resultado fue la explosión de la Guerra Macabea (167-158 AEC), de la cual el Imperio Seléucida salió debilitado y Judea fortalecida.

Antíoco había aplastado a los egipcios conforme a su plan, pero no pudo conquistar Babilonia. Estaba planeando otra tanda de saqueos para reiniciar sus campañas militares, cuando murió repentinamente en su capital, Damasco (164 AEC). Con ello, los seléucidas entraron en su ruta de declive definitivo, misma que concluyó con el reinado de Antíoco VII Evergetes (139-128 AEC). Fue el último rey seléucida que recuperó un control momentáneo sobre Judea, pero su obsesión conquistadora lo llevó a morir a mano de los partos, a quienes trató de imponerse.

Para ese entonces, Cartago ya también era historia. La Tercera Guerra Púnica (149-146 AEC) la dejó en ruinas, y el nuevo poder militar en el Mar Mediterráneo ahora era Roma, aliada de Judea.

Sin egipcios ptolomeos y sin seléucidas en Medio Oriente, el reino hasmoneo surgió como una potencia militar bajo el mando de Yojanan Hirkanus; su hijo Aristóbulo I reinó sólo un año, y en su lugar quedó su hermano Alexandros Yanai (Janeo), con el que el esplendor militar de Judea se extendió hasta el año 76 AEC.

Nuevamente, la libertad del pueblo judío vino de la mano de la caída de los grandes imperios.

El ciclo se volvió a repetir, aunque esta vez hubo que esperar dos mil años. En 1917, tras el colapso del Imperio Otomano durante la Primera Guerra Mundial, el Medio Oriente se repartió entre franceses y británicos. Fueron estos últimos los que quedaron como dueños de Palestina, y en 1922 la Sociedad de las Naciones oficializó la creación del Mandato Británico de Palestina. En ese momento, el de Inglaterra era el imperio más grande que hubiese existido en toda la historia.

Los ingleses demostraron una absoluta ineptitud en el Medio Oriente. Sus políticas complicaron todas las situaciones, especialmente los conflictos tribales. En Palestina, prácticamente hicieron todo lo necesario para que la violencia entre judíos y árabes se saliera de control.

Para 1938 la situación era crítica, y Londres ordenó una comisión para hacer una revisión a fondo del problema y sugerir soluciones. Así, la Comisión Peel llegó a la conclusión de que el Mandato Británico de Palestina era inoperante, y que lo mejor era proceder a la desconexión de la zona, permitiendo la creación de dos estados independientes, uno judío y otro árabe.

Los árabes dieron inicio a su proverbial manía de decirle que no a todo. Esa fue la primera vez que rechazaron la creación de un estado propio en Palestina. Los judíos tomaron con ambivalencia la propuesta. Les gustaba la idea de volver a ser independientes en su propia tierra, pero consideraban que se les estaba ofreciendo muy poco territorio.

El gobierno inglés también rechazó el proyecto, consciente de que las zonas productivas y prósperas eran las que estaban habitadas por judíos, y que según la sugerencia de partición de la Comisión Peel se convertirían en el nuevo estado judío. Eso condenaba a los árabes a la miseria.

Se pidió entonces que otra comisión revisara los dictámenes de la Comisión Peel, y así fue como la Comisión Waterhead, ese mismo año, llegó a las mismas conclusiones. El Imperio Británico estaba agotado y no podía con la carga del Mandato Británico de Palestina.

La Segunda Guerra Mundial vino a interrumpir este proceso. Cuando esta terminó en 1945, el mundo enteró procedió a una reorganización de fuerzas, especialmente porque las potencias europeas (no sólo las del Eje, sino también las aliadas) habían llegado a su deterioro total. Agotadas, quebradas y sin recursos militares, era evidente que se habían convertido en una sombra de sí mismas. Ahora el mundo empezaba a reacomodarse bajo los polos encabezados por los Estados Unidos y la Unión Soviética.

El colonialismo franco-británico en Medio Oriente se desmoronó. En 1946 se reconoció la independencia formal de Irak, Siria y Jordania. La de Líbano ya se había proclamado nominalmente en 1941, pero Francia mantuvo sus tropas allí, por lo que fue una independencia teórica que sólo se volvió realidad hasta 1946.

Luego, en 1947 se implementó el Plan de Partición de la India. El objetivo era “evitar” los conflictos religiosos entre hindúes y musulmanes, y a los ingleses se les ocurrió que separando e independizando la zona occidental de la India podía crearse un nuevo país —Pakistán—, en el que se asentaría a la población musulmana para que ya no hubieran problemas.

El plan “para que ya no hubieran problemas” se saldó con 14 millones de desplazados de guerra y un millón de muertos. Lo único “bueno” fue que desde ese año, la India y Pakistán se volvieron independientes.

Incapaces de hacer nada bien, el asunto del Mandato Británico de Palestina quedó en manos de la ONU, y mejor fue esta la que diseñó el Plan de Partición que se aprobó en noviembre de 1947, y que fue la base legal para la creación del Estado de Israel en 1948.

Igual que en las ocasiones anteriores, el pueblo judío tuvo que pelear para consolidar su independencia, pero al igual que contra los filisteos y los seléucidas, su triunfo sobre los árabes permitió el renacimiento del pueblo de Israel en la tierra de Israel.

¿Coincidencia? No lo creo. Es, más bien, la vocación de un pueblo que desde sus orígenes hizo de la libertad su principal vocación, y que por ello brilló y se destacó cuando los grandes gigantes se derrumbaron. El mismo pueblo fue testigo de la caída de egipcios e hititas, seléucidas y cartagineses, franceses y británicos.

Imperios van y vienen. Israel sigue allí, y es el mismo.


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Irving Gatell: Nace en 1970 en la Ciudad de México y realiza estudios profesionales en Música y Teología. Como músico se ha desempeñado principalmente como profesor, conferencista y arreglista. Su labor docente la ha desarrollado para el Instituto Nacional de Bellas Artes (profesor de Contrapunto e Historia de la Música), y como conferencista se ha presentado en el Palacio de Bellas Artes (salas Manuel M. Ponce y Adamo Boari), Sala Silvestre Revueltas (Conjunto Cultural Ollin Yolliztli), Sala Nezahualcóyotl (UNAM), Centro Nacional de las Artes (Sala Blas Galindo), así como para diversas instituciones privadas en espacios como el Salón Constelaciones del Hotel Nikko, o la Hacienda de los Morales. Sus arreglos sinfónicos y sinfónico-corales se han interpretado en el Palacio de Bellas Artes (Sala Principal), Sala Nezahualcóyotl, Sala Ollin Yolliztli, Sala Blas Galindo (Centro Nacional de las Artes), Aula Magna (idem). Actualmente imparte charlas didácticas para la Orquesta Sinfónica Nacional antes de los conciertos dominicales en el Palacio de Bellas Artes, y es pianista titular de la Comunidad Bet El de México, sinagoga perteneciente al Movimiento Masortí (Conservador). Ha dictado charlas, talleres y seminarios sobre Historia de la Religión en el Instituto Cultural México Israel y la Sinagoga Histórica Justo Sierra. Desde 2012 colabora con la Agencia de Noticias Enlace Judío México, y se ha posicionado como uno de los articulistas de mayor alcance, especialmente por su tratamiento de temas de alto interés relacionados con la Biblia y la Historia del pueblo judío. Actualmente está preparando su incursión en el mundo de la literatura, que será con una colección de cuentos.