Los hermanos Daniel y Neriya Sharabi salvaron la vida de 30 personas en una gesta heroica, el 7 de octubre de 2023, en el festival Nova. Conversamos con ellos, en exclusiva.
¿Pueden las horas ser vértigo y eternidad al mismo tiempo? Daniel y su hermano Neriya están bailando de madrugada. Están con ellos su primo Shalev, el mejor amigo de Daniel, Yosef, y Karine, una chica hermosa con la pierna inmovilizada. “Si ustedes van, yo voy. No me pienso quedar”, les ha dicho poco antes. Ella no puede bailar pero los observa desde la silla que le han conseguido sus amigos.
El alcohol y las sustancias psicoactivas estimulan a los miles de jóvenes que danzan en el desierto como si con la cadencia de sus cuerpos quisieran irle quitando capas a la noche. El amanecer se acerca. Los hermanos Sharabi huelen ya el día cuando los primeros estallidos irrumpen. El Nova Festival es acallado de pronto por las sirenas, por las explosiones. “Otra vez…”, pensarán los hermanos Sharabi. “Otra vez…”, pensarán los miles de asistentes, acostumbrados a los ataques desde el sur. “¿No puede esperar Hamás a que se termine la fiesta?”, dirá Neriya.
El grupo de amigos intenta entonces abandonar la sede del festival. Todos lo hacen al miso tiempo y largas filas de autos se forman desde las puertas cerradas. Entonces Neriya, que ha prestado sus servicios en el ejército, comienza a escuchar las ráfagas de AK-47. Conoce el sonido seco de los “Kalash” y sabe que las FDI no usan esas armas. Así, el “otra vez” se desdibuja de su mente y, en su sitio, aparece un “esto es otra cosa. Algo está pasando”.
En pocos minutos la confusión se apoderará de la escena y esa noche de fiesta se convertirá en una interminable pesadilla, en una película de acción en la vida real, y uno de cada diez actores morirá en escena, desangrado sobre la arena, mutilado tras los arbustos, despedazado por el estallido de las granadas antitanque.
Pick-ups repletas de terroristas recorren la fila de autos. Los hombres de Hamás disparan indiscriminadamente. No hay para dónde hacerse. Drogados y alcoholizados, los chicos y las chicas saltan de sus vehículos e intentan escapar a pie. Corren hacia el descampado. Buscan los confines del recinto. Alguna barda que saltar. Algún refugio donde aludir a la muerte que les pisa los talones.
Daniel y Neriya Sharabi deciden ir hacia el frente de la fila, mientras que sus amigos tratan de regresar. La decisión se toma en un parpadeo.
Nadie sabe que Karine Journo será asesinada en unos segundos, ni que Yosef Haim Ohana, de 23 años, será secuestrado, arrastrado a Gaza, donde permanecerá hasta que esta historia sea reconstruida, con base en el testimonio de los sobrevivientes. Los hermanos Sharabi, que nos visitan en México.
El tanque
“Nosotros no somos héroes. Los verdaderos héroes están muertos”. Eso afirman los hermanos ahora, nueve meses después de su hazaña, que parece el argumento de una película de acción, de esas inverosímiles, llenas de detalles mórbidos y conversaciones jocosas, de gestos humorísticos interrumpidos por violentos estallidos y partes humanas lanzadas por los aires.
Héroes o no, lo cierto es que los hermanos Sharabi divisaron un tanque a lo lejos y pensaron en ocultarse detrás de él. Dentro del tanque encontraron soldados muertos. Detrás del tanque encontraron un grupo de gente escondida. La metralla rasgaba el viento, percutía contra el cuerpo inerte de la bestia blindada, y más de una esquirla iba a parar a las extremidades de algunos de los chicos y chicas refugiados bajo las orugas.
No hay tiempo que perder. El enemigo está muy cerca. El fuego de ametralladoras y RPG-7 se alterna con los disparos de rifle. Un francotirador está cazando a los jóvenes que corren en busca de un refugio.
Han contado ya el milagro en la televisión israelí. Repiten la historia con cierto desgano ahora, cansados de narrar la misma aventura demasiadas veces. Quizás porque los muertos siguen estando muertos en cada repetición. La historia de supervivencia de los hermanos Sharabi es al mismo tiempo el limbo en el que una y otra vez los muertos vuelven a caer. Están ahí, en los profundos ojos negros de Daniel, que cuenta cómo usó un teléfono para comunicarse con su antiguo comandante en el Ejército.
La voz de Yoni, su comandante, lo acompañará las siguientes cinco horas. “¿Dónde está el Ejército? , preguntará angustiado Daniel. “Están en camino”, será la respuesta de su antiguo comandante. “¿Qué significa que están en camino?”, insistirá el chico. “Me siento como un pato posado frente a las escopetas”.
Mientras tanto, Neriya encontrará una pistola amarrada al tobillo de un soldado muerto y, en un dramático giro de tintes cinematográficos, el arma quedará atascada, inútil entre sus manos, pesada y muda, mientras el enemigo se acerca. “¿Alguien tiene aceite?”, grita entonces Neriya, pero las jovencitas asustadas, agazapadas tras el tanque, los chicos heridos y aturdidos, todos negarán con la cabeza.
Una conversación con Dios
Neriya, sin embargo, es obstinado. Hace unos momentos tuvo una breve conversación con Dios. Estaba dentro del tanque y no podía encontrar ningún arma útil, ni municiones, solo libros de oración y biblias.
“No sé por qué estás haciendo esto”, le dirá el joven a su creador. “Siempre me enseñaron que no se puede saber por qué Dios hace lo que hace. Pero estas chicas que están escondidas detrás del tanque son tus hijas, no mías. Así que asegúrate de que yo consiga un arma”.
Y sí, una epifanía hace que Neriya encuentre la pistola pero, como si Dios fuera un personaje socarrón, ahora el arma queda atascada y no hay aceite para limpiarla. Pero Neriya es obstinado, ya dijimos, y una nueva luz se enciende en su cabeza: “¿Alguna de ustedes tiene vaselina?”. Sorprendentemente, el lubricante funciona.
El rifle vuelve a cantar su sorda canción de muerte que, para ellos, es la vida.
“Disparen una vez cada minuto”, ordenará Yoni por el teléfono. Son pocas las municiones y el enemigo está apenas ahí, detrás de esos arbustos que ahora, nueve meses después, los hermanos Sharabi recuerdan nítidamente. Daniel, que durante su tiempo en las FDI fungió como paramédico, coordina la defensa del tanque. Treinta jóvenes dependen de él. Algunos están heridos y necesitan cuidados urgentes. Él aplica torniquetes, da ánimos, le dice a Neriya cómo resistir. No puede hacer mucho más que eso.
El rescate
Yoni da instrucciones por teléfono al tiempo que conduce hacia el sitio de la masacre. Su padre, que ha ido para allá unas horas antes a recoger a su hija, no responde las llamadas. El veterano militar está preocupado pero sabe que su principal trabajo ahora mismo es ir al rescate de sus antiguos compañeros. Los hermanos Sharabi resisten como pueden tras el tanque muerto, mientras los terroristas lanzan cohetes, ráfagas de metralla y balas de francotirador.
El tiempo se agota y Yoni, acompañado de unos cuantos soldados más, acelera como el rayo a través del desierto. Ya falta poco para llegar cuando, de pronto, reconoce el auto varado a un lado del camino. Entonces disminuye la marcha y mira, sin querer mirar, la figura humana que descansa en el asiento del conductor. Su padre no volverá a tomar el teléfono. Ha caído. Rudy Sakrisevsky es uno de los mil trescientos civiles que ese día serán asesinados por los terroristas.
“¿Dónde está el Ejército?”
Eso se preguntan los hermanos Sharabi, extenuados.
Casi 9 meses después, Daniel dice. “Si quisiera buscar respuestas, no terminaría nunca. No encuentro……La gente que tenía que hacer su trabajo, no lo hizo.
El comandante de la Fuerza Aerea, Aluf Tomer Bar, tenía 200 aviones y 100 helicópeteros perninguno de estos llegó al campo de batalla. A veces creo que es por (culpa de) el ejército, del gobierno… Luego pienso que si Dios no quiso salvar este lugar, nadie lo podía salvar”.
Anticipan una próxima guerra, esta vez contra Hezbolá.
Una ametralladora y una pistola. Neriya y otros dos. Daniel al teléfono. “Su padre está muerto”, le dirá al grupo de por sí confundido. “El padre de Yoni está muerto”, repetirá como para sí mismo mientras su hermano, las jovencitas agazapadas y los chicos heridos vuelvan a preguntar dónde diablos están las FDI.
Erigido en el líder de esa pequeña fuerza de resistencia, Daniel saldrá de su azoro para comandar las acciones en esas últimas horas de su hazaña.
“El que pueda pelear, que pelee. El que pueda ayudar a otros, que los ayude. El resto, recen el Shemá y el Shir L’Ama’alot”. En el grupo se encuentran dos chicos árabes. Ellos no rezan el Shemá pero rezan también, se unen a quienes, desarmados e imposibilitados de hacer cualquier otra cosa, intentan comunicarse con un Dios que parece haberlos abandonado ese día.
Neriya sostiene su rifle rehabilitado mientras las chicas lloran y exclaman. De pronto, algo tira de él. Cree escuchar una voz que lo llama hacia el interior del tanque y, tan pronto como entra por la escotilla, ¡Bum! El estallido de un cohete antitanques los deja sordos a todos por unos momentos aterradores. Neriya se ha salvado por segundos, por milímetros, por cual sea la unidad de medida de los milagros. Este siete de octubre será para él como un Janucá del quinto milenio.
Finalmente, cuando las balas ya se hayan consumido, cuando los heridos hayan perdido tanta sangre que les cueste trabajo respirar, cuando los hermanos se hayan cansado ya de hablarle a Dios, escucharán a lo lejos el sonido de la vida. Llegan los refuerzos. Retroceden los terroristas.
Daniel y Neriya Sharabi han salvado a treinta personas. “Los verdaderos héroes están muertos”, dirán nueve meses después, en una entrevista.
Una nueva misión
Como si no bastara con su gesta, los hermanos Sharabi han puesto en marcha una iniciativa que busca seguir salvando vidas: las de los sobrevivientes de la matanza del 7 de octubre. Es una misión importante. Muchos sobrevivientes han sucumbido al peso del trauma, de la culpa, del remolino de emociones. Han intentado quitarse la vida o, de plano, lo han conseguido.
Y para que sean menos, Neriya y Daniel han puesto en operación una ONG llamada Un futuro para los sobrevivientes y los heridos. “La misión que Dios nos dio es ayudar a la gente que quiere quitarse la vida”, dice Neriya y agrega: “una de las personas que estuvieron en el tanque intentó quitarse la vida dos veces”.
“Es mucho trauma”, completa Daniel. “Sin tratamiento, no puedes lidiar con tanto trauma. Por eso estamos dándoles tratamiento”. La organización funciona con tres ejes de trabajo: la terapia psicológica (un tipo específico de tratamiento del trauma llamado EMR), la reinserción laboral y la integración social de los sobrevivientes.
Han venido a México a contar su historia, sí, pero también a buscar recursos para que su organización pueda ayudarlos a cumplir eso que consideran una misión encomendada por Dios. Dicen que es importante hablar con los judíos para hacerlos entender lo que pasaría si no existiera Israel, si no tuviera un ejército y las armas que tiene.
Pero también es crucial hablarle a los no judíos para mostrarles lo que ocurrió el 7 de octubre y quienes lo provocaron.
Para ellos, para Hamás, los hermanos Sharabi no tienen ninguna compasión. “Hay que matarlos a todos”, dice Daniel, brazos cruzados, mirada profunda, ira contenida en una memoria que todavía no logra desprenderse de las imágenes aterradoras de la guerra.
La memoria de Karine, muerta en su silla por los terroristas despiadados. La memoria de Yosef, cautivo en Gaza, de quien Daniel habla ya en pasado, como si hubiera perdido las esperanzas de verlo regresar: “Fue mi ejemplo en la vida de honestidad y bondad”.
También la memoria de quienes ese día se brindaron a los otros.
“Algo importante que la gente tiene que escuchar es que los médicos y los paramédicos que operaban las ambulancias eran musulmanes, eran árabes, y ellos los mataron a todos”, dice Daniel Sharabi.
“¿Qué le dirías a tus amigos muertos si pudieras?”, se le pregunta a Neriya para concluir la entrevista: “que vean por nosotros, que nos den el poder que necesitamos para hacer lo que tenemos que hacer”.
Si deseas ayudar a los hermanos Sharabi a cumplir su misión, entra aquí: https://lanizolim.co.il/en/home/
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