Uno de los argumentos más repetidos con el objetivo de deslegitimar al Estado de Israel, es la insistencia en que los palestinos son, en realidad, los verdaderos israelitas. Es un sinsentido que no toma en cuenta uno de los aspectos fundamentales del perfil histórico del judaísmo: su naturaleza diaspórica.
El argumento parece lógico: los judíos fueron devastados en su propia tierra por los romanos, y mientras la gran mayoría se fue al exilio, el remanente que sobrevivió en Judea fue pequeño y débil. Eventualmente, este se convirtió al islam tras la conquista árabe en el año 638, y así fue como, sin perder su perfil de grupo nativo, se convirtió en la sociedad palestina que sobrevive hasta la fecha.
Mientras tanto, los judíos que se exiliaron se diluyeron entre la sociedad europea, y el grupo que actualmente se identifica como “judío” es, en realidad, la descendencia de quienes se fueron convirtiendo al judaísmo. Sin embargo, étnicamente son europeos y por ello la creación del Estado de Israel en territorio palestino fue la imposición ilegítima de un estado europeo.
Este argumento falla en su premisa inicial, toda vez que asume que, como consecuencia de las guerras judeo-romanas entre los años 66 y 135, el pueblo judío se dividió en dos grupos claramente diferenciables: quienes marcharon al exilio y quienes permanecieron en el área de Judea, Samaria y Galilea.
Esto sólo lo puede afirmar un profundo desconocedor de la historia del pueblo judío.
Vamos a decirlo de este modo: el perfil histórico del judaísmo es netamente diaspórico o exílico (dependiendo de la época), porque la judía es una identidad que desde su nacimiento está compuesta por una dicotomía ineludible conformada por el grupo que vive en Judea, y el que vive en la diáspora.
Para entenderlo hay que comenzar por señalar que la diferencia entre los israelita y lo judío. Lo israelita es lo que existe antes del exilio en Babilonia y, para ser más preciso, lo que existe mientras el reino de Samaria (el de las Diez Tribus del norte) se mantiene activo.
Este fue destruido por los asirios, por lo que desde el año 722 AEC lo israelita quedó reducido al reino de Judá. Luego vino la conquista babilonia, el exilio y la restauración, pero esta última ocurrió en un territorio muy pequeño, reducido apenas a los alrededores de Jerusalén. Este reino conservó su nombre Yehud, en hebreo antiguo, y por ello sus habitantes empezaron a ser conocidos como yehudim, o judíos.
Pero estos judíos tenían otra característica, totalmente inaudita para la época: estaban repartidos en dos lugares, Judea y Babilonia. Esto, porque muchos decidieron no regresar al hogar ancestral, sino permanecer en su nueva sede debido, principalmente, al éxito que tuvieron en el negocio agrícola especialmente a partir de que los persas comenzaron a embellecer a la ciudad de Nippur.
Así, la etapa en la que el antiguo pueblo israelita pasó a ser llamado judío, fue la misma época en la que esa nación se restauró siendo una dualidad integrada por una comunidad local ubicada en la tierra ancestral, y otra comunidad diaspórica ubicada en Babilonia.
¿Y eso qué tiene de raro? En esa época, todo. En esos tiempos no existían las diásporas. Si las políticas de exilios aplicadas por asirios y babilónicos eran profundamente agresivas, era justo porque estos grupos no llegaban a otro país para convertirse en una diáspora, sino para diluirse y asimilarse a su nuevo entorno. De ese modo, muchas naciones desaparecieron entre los siglos VIII y VI AEC.
La comunidad judía de Babilonia fue la primera que, siendo un grupo de tamaño considerable y de buena posición económica, no se asimiló a la religión local sino que mantuvo su vínculo con su propia tierra y su propia religiosidad. El asunto es tan sorprendente, que incluso se puede decir que así fue como se inventó la religión como una práctica autónoma.
Hasta ese momento, todas las prácticas religiosas, sin excepción, estaban íntimamente vinculadas con la realidad territorial y la identidad nacional. En otras palabras, en circunstancias normales no habría tenido ningún sentido que una comunidad fuese judía si no estaba viviendo en el país judío. O podemos decir que no habría tenido ningún sentido que una comunidad no fuese practicante de la religión babilónica si estaba viviendo en territorio babilónico.
Con el paso de los siguientes siglos, la diáspora judía se fue extendiendo, si bien el contingente mayor se mantuvo en Babilonia. Hacia el siglo I, cuando iniciaron las guerras judeo-romanas, había comunidades judías desde los territorios más orientales del Imperio Parto, hasta las regiones más occidentales del Imperio Romano (como en Tarraco, Iberia, que es la actual Tarragona).
Esto tiene una implicación contundente: era imposible sustituir al judaísmo. La asimilación de un grupo de judíos en una zona específica no habría comprometido la existencia de la totalidad del judaísmo.
Más aún: es falso que, como consecuencia de las guerras judeo-romanas, los judíos se dividieran entre los que se fueron al exilio y los que se quedaron en Judea, Samaria y Galilea.
El exilio, como condición histórica del pueblo judío, no empezó porque los judíos tuviesen que huir de su patria expulsados por los romanos. Las comunidades en el extranjero ya existían, incluso desde varios siglos antes, y lo único que sucedió fue que pasaron de una condición diaspórica a una exílica. La diferencia es que la diáspora se define como una comunidad que vive fuera de la nación judía soberana; el exilio, como la condición de todas las comunidades judías cuando esa soberanía ya no existe.
Otro detalle: el mayor contingente diaspórica era el del Imperio Parto, principalmente en Babilonia y Nippur. Es un absoluto error suponer que el exilio judío fue el europeo desde un inicio. La preminencia de la comunidad babilónica se mantuvo en Bagdad prácticamente hasta el año 1000, y sólo entonces vino la transición que hizo que la principal comunidad judía del exilio fuese la de Sefarad.
Nótese que, por la época de la que hablamos, se trata de una España que todavía estaba bajo dominio islámico. Eso significa que, hasta el siglo XI, la abrumadora mayoría de los judíos del mundo vivían bajo dominio musulmán, no en la Europa cristiana. Las comunidades ubicadas en el norte de Europa, principalmente en la zona que hoy comprende la frontera entre Francia y Alemania, eran sumamente pequeñas. El judaísmo ashkenazí todavía no existía.
Por su parte, los judíos que se quedaron viviendo en las desoladas Judea, Samaria y Galilea allí se mantuvieron durante toda la historia. Falso que se convirtieran al Islam. Repetidas veces tenemos noticias dadas por autores tanto judíos como cristianos o musulmanes, que hablaron de esas comunidades a lo largo de los siglos de dominación árabe, omeya, abásida, fatimí, cruzada, mameluca, otomana e inglesa.
Finalmente, el argumento de la propaganda palestina choca con un dato puntual y que no necesita de mucha discusión: si ellos son la verdadera descendencia de los antiguos israelitas, ¿por qué todo lo que sabemos sobre los antiguos israelitas es lo que fue escrito y preservado por el pueblo judío, ese al que se acusa de ser una impostura?
Los palestinos no tienen algo que pudiera ser definido como “su propia versión” de la historia israelita. Simplemente apelan a que la historia israelita preservada por el pueblo judío es la suya.
Plagio, en una palabra.
Pero esa es la naturaleza de lo que sólo es mera propaganda: falacia sobre falacia, siempre con el objetivo de deslegitimar al pueblo judío y su herencia.
La buena noticia es que el pueblo judío no está tratando de complacer a nadie. Ha sido el indestructible guardián de su propia memoria histórica, y lo seguirá siendo.
Reproducción autorizada con la mención siguiente: ©EnlaceJudío
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