Juntos venceremos
jueves 21 de noviembre de 2024

Irving Gatell/ En defensa de la civilización occidental

Con motivo de la guerra entre Israel y Hamás, con el añadido del inicio de los Juegos Olímpicos de París, se ha hecho más que evidente la guerra que el progresismo occidental (izquierda posmoderna) y el islam radical tienen contra la civilización occidental. Es hora de defenderla.

La civilización occidental es la más desarrollada de toda la historia. Eso no significa que sea la mejor, o la más valiosa. Sólo significa que es la más desarrollada, pero no es poca cosa.

¿En qué ha superado la civilización occidental a las demás civilizaciones del planeta y de la historia?

En esencia, en la comprensión del valor del individuo.

Puede sonar chocante para muchos que consideran que el individualismo es lo que más daño le hace a la sociedad, pero la realidad objetiva es toda la contraria. Por supuesto, si entendemos cómo se ha desarrollado la idea en su forma plena (cosa que sólo ha ocurrido en la civilización occidental).

El individualismo empieza con la plena noción de que los seres humanos no somos iguales. Otra vez, a muchos les molesta esta afirmación, pero no por ello deja de ser cierta. Siempre hay individuos que se destacan por encima de los demás. De eso se trata, al final de cuentas, el liderazgo.

En términos prácticos, esto significa que los seres humanos siempre vamos a tener líderes, jefes, patrones, presidentes, gobernantes, o como quieras llamarles. Estamos muy lejos de conformar sociedades que puedan prescindir del ejercicio del poder, en cualquiera de sus manifestaciones.

Hay, por supuesto, de modos a modos de ejercer ese poder. Se puede hacer de manera autoritaria o de manera democrática; se puede hacer para beneficio de todos, o para beneficio de unos pocos.

Curiosamente, y por extraño que parezca, las sociedades colectivistas son las que garantizan que el poder se va a ejercer para beneficio de pocos, y generalmente terminará por ser una dinámica explotadora.

¿Por qué?

En todas las sociedades humanas, el poder lo va a ejercer el más hábil. La diferencia entre una sociedad colectivista y una individualista, es que en la colectivista el poder lo va a ejercer el más hábil para hacer política, mientras que en una sociedad verdaderamente individualista el poder lo va a ejercer el más productivo.

¿Por qué?

Porque el individualismo llevado a su mejor expresión pasa, obligadamente, por el respeto irrestricto de la propiedad privada y la libertad de elección (que se traduce en eso que llamamos libertad de mercado). Es decir, una verdadera sociedad individualista es aquella cuyas leyes garantizan que lo tuyo es tuyo y nadie, ni siquiera el estado, te lo puede quitar; y, al mismo tiempo, que tú puedes comprar o vender —por supuesto, dentro del marco de lo legal— lo que quieras y como quieras.

Cuando existe esa competencia, los líderes tienen que ofrecer los mejores resultados, o de lo contrario la gente optará por cualquier otra opción que sea mejor. Aplica lo mismo para la adquisición de bienes de consumo o servicios, o para la selección de los políticos y funcionarios que van a gobernar.

Si pones atención, esta es la única y verdadera base del concepto de “derechos humanos”. Los derechos humanos son hijos directos del individualismo, porque se basan en la noción de que el individuo debe ser protegido del poder.

¿De cuál poder? Del de la colectividad, cuya máxima expresión es el estado. Sólo cuando se pueden garantizar los derechos del individuo podemos aspirar a un respeto real, fundamentado en lo legal, de la propiedad privada; del mismo modo, sólo así podemos garantizar la existencia de un verdadero libre mercado.

¿Qué es lo contrario a esto? El colectivismo, un modelo de sociedad en el que la iniciativa individual siempre se debe someter a los intereses de la mayoría. En principio, suena razonable y hasta se puede antojar como lo mejor, pero entonces hay que hacernos la siguiente pregunta: ¿Quién decide cuáles son “los intereses de la mayoría”? Y aquí es donde hay que ser sinceros: nunca es la mayoría. Siempre son los políticos que se convierten en los líderes de las mayorías.

Este es el paradigma que ha estado presente en las monarquías, las teocracias, el populismo o modelos político-económicos como el socialismo marxista. En cada caso el discurso es distinto, pero el resultado es el mismo: derechos individuales nulos e inexistentes, mayorías que no piensan por sí mismas sino que se pliegan a una doctrina oficial, y grupos de poder que tienen el control total del estado y, por lo tanto, ejercen el poder sin contrapesos.

Esa es otra virtud inherente al individualismo: para que este funcione correctamente, todos los individuos deben ser igualmente protegidos. Luego entonces, el concepto político elemental es la igualdad de todos ante la ley. Nadie debe tener privilegios; ni el rico por ser rico, ni el pobre por ser pobre.

En un marco legal de esta naturaleza, nadie se distingue del resto de los ciudadanos. Curioso, porque esto pareciera lo contrario al individualismo, pero es al revés. La igualdad sólo se garantiza justo porque se reconoce la individualidad de todos.

De allí surgió la idea moderna de democracia, un modelo político en el que, para garantizar que el Estado no tenga ningún privilegio especial sobre el individuo —cualquiera, o sea todos—, desarrolló el concepto de los contrapesos de poder.

¿Qué significa eso? Que el poder no lo ejerce una persona, ni una familia, ni un grupo de clérigos, ni un partido político, sino una estructura institucional cuyos individuos que la hacen operativa se renuevan a cada tanto. Además, el poder se reparte entre diversas instituciones. Las clásicas son el Poder Legislativo, el Poder Ejecutivo, y el Poder Judicial. Pero esa idea, así de parca, es del siglo XVIII. Hoy en día ya conocemos las bondades de los organismos ciudadanos autónomos.

Gracias a este paradigma verdaderamente igualitario, se garantiza que los puestos de responsabilidad son ocupados por los más competentes y productivos, y no por los más hábiles para la demagogia. Si el engranaje de los contrapesos de poder funciona adecuadamente, quienes quieren abusar del sistema son identificados, investigados, acusados, procesados, y si procede, castigados.

Esta es la base también del conocimiento científico, por extraño que parezca.

¿En qué sentido? El conocimiento científico no es un cuerpo de información que se considera “verdadera” o “correcta”, tal y como sucede con las mal llamadas “ciencias nativas” tradicionales y típicas de las sociedades colectivistas.

El conocimiento científico es, antes que nada, un conocimiento corregido. Mejor aún: un conocimiento que todo el tiempo se corrige a sí mismo, y para ello requiere que también existan contrapesos. No de poder, en este caso, pero sí de criterio.

Por ello, se considera que un dato verdaderamente científico es aquel que puede significar exactamente lo mismo, o funcionar exactamente igual, para todos. Para ello, lo primero que se debe eliminar es cualquier doctrina oficial, y la primera manifestación de ello es la libre investigación. Así que todo comienza otra vez con el individuo, y se perfecciona por medio de los contrapesos de poder o de conocimiento.

La demostración histórica de lo que estoy planteando es más que evidente. El primer filósofo que se expresó en estos términos —por supuesto, en el lenguaje propio de la filosofía de su tiempo— fue un judío sefardita: Bento (forma portuguesa de Benito; en hebreo, Baruj) Spinoza.

Tuvo que pasar un siglo para que la Ilustración desarrollara estas ideas y las dejara en su punto óptimo para comenzar a transformar a Europa, y eso último sólo se logró cuando la Revolución Industrial consolidó las transformaciones en las relaciones económicas. Por ello, es desde finales del siglo XVIII e inicios del siglo XIX que se desarrollaron, paralelamente, las ciencias, las ideas democráticas, y las ideas liberales. Todo, a la par del desarrollo del individualismo.

El proceso no ha sido sencillo. A unos 250 años del arranque de esta transformación, todavía hay mucho que hacer. Por eso es que resulta urgente cuidar a la civilización occidental y sus valores. El ataque furibundo de las ideologías colectivistas está marcando esta época, y nos acerca al riesgo de que esto detone catástrofes humanitarias como las que se vivieron justo hace un siglo.

Pero, para ello, lo primero que tenemos que entender es que la civilización occidental es tan humana como cualquier otra, pero que eso no demerita el hecho de que es la que más lejos ha llegado en sus posibilidades de desarrollo. Por eso, son los países notablemente individualistas aquellos en los que la mayoría de sus poblaciones gozan de los mejores niveles de vida, y donde sus minorías gozan de los mejores niveles de protección legal.

La próxima semana entraré en detalle respecto a cuál es el conflicto que tienen los colectivismos en contra de la civilización occidental, y en una tercera entrega explicaré el papel que el judaísmo ha tenido en el desarrollo del individualismo (por paradójico que suene, porque si hay una cultura profundamente convencida de la importancia del bien común es, por cierto, la judía).


Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío. Reproducción autorizada con la mención siguiente: @EnlaceJudio

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