“Los egipcios nos expulsaron por judíos y aventaron el pasaporte al piso para que mi madre se arrodillara”: Daniela Lowinger

Seis países, cuatro continentes, una misión: conoce la asombrosa vida de Daniela Lowinger.

Vivió el exilio de su familia desde Egipto a los tres años; perdió a su padre a los ocho; vivió en Brasil y en Israel; se casó en Panamá y, eventualmente, descubrió el llamado de Dios en las cosas más pequeñas de la vida. Conversamos con ella, en exclusiva.

Todos los días, Sivan Rahav-Meir escribe y en vía por WhatsApp un mensaje para los judíos del mundo. Miles reciben y leen con esperanza dichos textos, que se traducen a diversos idiomas. Lo que quizás no muchos sepan es que otra mujer se levanta cada día de madrugada para traducir los textos de Rahav-Meir al español.

Lo hace de manera altruista porque piensa que es parte de la misión que Dios dispuso para ella en la Tierra. Deducción a la que arribó después de haber sido prácticamente secular toda su vida, y de haber vivido en seis países y en cuatro continentes distintos.

Se trata de Daniela Lowinger, quien conversó con Enlace Judío para contarnos el origen de su fe pero también el de su familia, unos judíos egipcios que, como la inmensa mayoría de los judíos del mundo árabe, tuvieron que exiliarse fuera de su país de nacimiento.

Ella era muy pequeña aún cuando ese exilio se produjo,, en el año ’57, por eso advierte que, lo que sabe de la comunidad judía de Egipto, se lo contaron sus padres. “Por ejemplo, que había un club judío, hebreo, donde la gente iba, jugaba tenis, se se encontraba. Había una vida comunitaria bastante rica”.

Sin embargo, el advenimiento al poder de Gamal Abdel Nasser (1954-1970) y el conflicto entre Israel y Egipto hicieron que la vida judía en aquel país se volviera poco menos que imposible. El mismo día en que Lowinger cumplía tres años de edad, unos hombres llamaron a la puerta.

Era la policía que vino a arrestar a todos los hombres que estaban ahí.

Por supuesto, no venían explicando por qué los arrestaban, cuál era la razón. Simplemente (decían) ‘te vienes conmigo y se acabó’. Las mujeres, las esposas, al día siguiente fueron a ver por qué, dónde estaban los esposos, qué había pasado, cuándo podían verlos, cuándo los iban a sacar, cuáles eran los cargos.

”Y simplemente el gobierno no daba ninguna razón ni explicaban dónde estaban arrestados ni por qué habían sido arrestados. Simplemente decían: ‘bueno, pensamos que debe haber algún espía entre ellos y estamos investigando”.

Pero entre aquellos hombres no había sino comerciantes que, como el padre de Lowinger, trataban de ganarse la vida en un país que no les concedía el estatus de nacionales o ciudadanos, pese a haber nacido en él.

“Eran apátridas”, explica ahora, tantos años más tarde, una Lowinger elocuente y articulada.

“Como apátridas, los judíos sabían que tenían que buscar alguna forma de pertenecer y tener alguna ciudadanía. Mi papá, a través de su papá, a través de mi abuelo, consiguió la ciudadanía italiana. Así que cuando mi mamá empezó a preguntar a las autoridades ‘¿dónde está mi esposo?’ y no había respuesta, ella se dirigió a la embajada de e Italia en El Cairo.

“A través de la embajada, la respuesta que recibió fue: ‘si usted quiere ver a su esposo, deberá salir del país. No podrá llevar más que 200 libras egipcias en dinero —no era mucha cosa—, ningún bien de valor —O sea, ni joyas, ni platería, ni nada— y solamente dos maletas por familia’.”

La vida de una familia de cuatro en dos maletas: la ropa, las fotografías, los objetos religiosos… Su madre tuvo que elegir qué empacar en esas dos maletas y tomar a sus hijas de la mano para abordar el autobús que las condujo a Alejandría, desde donde un barco las llevaría a Italia junto con toda la comunidad judía de Egipto.

En la aduana, el agente abrió sus maletas, como las de todos, para constatar que, efectivamente, no llevaran consigo ningún objeto de valor. Rebuscó entre la ropa del marido la que le gustaba y la hizo a un lado, consciente de que nadie sería capaz de reclamarle el robo.

“Mi hermana tenía un oso de peluche. (El oficial) lo abrió totalmente para ver que no hubiera nada escondido, ningún objeto de valor escondido, ninguna joya. Y le pregunta a mi madre: ‘¿y a dónde van a ir ahora ustedes? ¿A Israel?’

Y mi mamá le dice: ‘Si me estás botando del país donde yo nací, a ti ¿qué te importa dónde voy?’ La persona estampó el pasaporte: ‘No tienes derecho a regreso’. Y le tiró el pasaporte en el piso para que mi mamá tuviera que arrodillarse para recogerlo”.

La madre y sus hijas abordaron el barco entonces, pero del padre de familia no había señales. Los esposos de aquellas mujeres no estaban en cubierta. El barco se alejaba lenta pero inexorablemente del puerto y las mujeres no sabían si volverían a verlos con vida.

Una vez que la nave hubo avanzado las 200 millas náuticas del territorio marítimo egipcio, las puertas del cargo se abrieron y los hombres, que habían permanecido ahí metidos todo ese tiempo, comenzaron a salir. Así se reencontró la familia Lowinger para realizar una travesía que los llevaría a Italia, Israel, Italia de nuevo y, eventualmente, a América.

La prosperidad denegada

Durante los cuatro o cinco días que duraba la travesía, la comunidad judía de Egipto conversaba sobre su destino. “El barco iba a parar en Italia y de Italia cada uno iba a ir, algunos, a Brasil, algunos a Francia, algunos a Italia, algunos a Inglaterra, algunos a Estados Unidos… Cada uno iba a algún lugar diferente. Y era algo triste de pensar que toda esa gente, que era parte de tu comunidad, de repente se esparcía por todo el mundo”.

A ellos los persuadieron para ir a Israel. La Agencia Judía buscaba llamar al retorno a tanta gente como fuera posible, pero en Israel no había las condiciones para recibirlos. La familia Lowinger pasó algún tiempo en un campamento de refugiados, hacinada en un cuartucho con techo de zinc.

“No había luz, no había agua. Para cocinar te daban (…) una hornilla chiquitita con una holla. Y los baños estaba afuera y eran públicos (…), y no había mucha comida en Israel en ese entonces”.

Su padre intentó conseguir trabajo pero no lo consiguió. Era una época de profunda crisis en aquel país que, nuevo y todo, ya había peleado un par de guerras por su supervivencia. Cuando el abuelo de Daniela pudo dejar Egipto finalmente, la familia decidió reencontrarse con él en Italia.

Era comerciante y había conseguido guardar algo de dinero fuera de Egipto, así que pudo ayudarlos a empezar de cero en Italia. Por desgracia, el padre de Daniela comenzó a sentirse mal de salud muy pronto. Tenía cáncer en una época en la que el único tratamiento era el quirúrgico. La enfermedad era una sentencia de muerte.

Su madre se quedó entonces al frente de la familia, encargada de trabajar como empleada doméstica para llevar algo de dinero a casa. Cuando Daniela tenía ocho años y medio, su padre murió y su madre decidió que era tiempo de viajar al continente de las oportunidades, a América.

“Mamá decidió que íbamos a ir a vivir a Brasil porque allá ella tenía una hermana. Llegamos a Brasil. Mi tía tenía una casa, un apartamento de dos recámaras. En una ella dormía y en el otro un hijo de ella dormía. De ahí que no podíamos quedarnos mucho tiempo”.

La solución que encontró su madre, aunque temporal, abona a la sensación que se tiene cuando Daniela Lowinger narra la odisea de su familia: la de estar viendo una película dramática muy antigua, en la que una cadena de desgracias se cierne sobre sus protagonistas como para ponerlos a prueba.

Mi mamá nos puso en un hogar para niños huérfanos. Y nosotros, que acabábamos de llegar de Italia a Brasil y no sabíamos hablar portugués y acabábamos de perder a mi papá, de repente, acabamos de perder a mi mamá también porque estábamos solas en este lugar, y era algo bastante difícil, tanto para mí como para mi hermana, empezar en un lugar nuevo, sin nuestros seres queridos, sin conocer el idioma y a ver cómo nos adaptábamos”.

La vida judía en Brasil

Pronto, las cosas mejoraron. Su madre consiguió un empleo y pudo rentar un departamento para vivir con sus hijas. Daniela y su hermana fueron inscritas en la escuela. “Mi hermana en una escuela y yo a una escuela judía que había en Brasil. A los nueve años tomaba un bus y me tomaba 40 minutos llegar a la escuela. Sí, pero esta era una época en la cual empecé a adaptarme.

“Con el tiempo empecé a ir a un movimiento juvenil sionista, empecé a conectarme con el sionismo. Me gustaba mucho la historia judía cuando la estudiaba en la escuela. Inclusive yo decía: ‘algún día yo voy a ser maestra para enseñar historia judía’.

“Y después de diez años más o menos me fui a pasar un año a Israel con un grupo de este mismo movimiento sionista, que recogía gente de todos los estados de Brasil, que podían, que querían viajar a pasar un año allá. Y ahí conocí lo que era la vida en el kibutz”.

Es probable que si a esa muchacha de kibutz, que había perdido a su padre de niña y pasado su vida viajando por el mundo en busca de oportunidades, le hubieran dicho que, muchos años después, iba a volverse judía practicante, no lo hubiera creído.

De esa primera estancia de un año en Israel, Lowinger volvió convencida de querer vivir en ese país. Pero su madre no estuvo de acuerdo y ella tuvo que esperar a cumplir los 21 años que la ley brasileña consideraba como límite inferior de la edad adulta. Una vez cumplidos, regresó a Israel, al mismo kibutz, para vivir su sueño sionista.

Sin embargo, confiesa ahora, poco a poco la vida idílica del kibutz comenzó a parecerle naif. En aquella comunidad, los bienes se compartían más equitativamente que el esfuerzo, y de alguna manera ese mundo la decepcionó.

Panamá

“En esa misma época, mi mamá había decidido venir a Panamá porque tenía familiares, primos, primas acá que le habían dicho: ‘Si tú eres una viuda hace tanto tiempo, y de tus dos hijas una se casó y la otra vive en Israel, ¿por qué no te casas?’ Y le consiguieron una pareja aquí en Panamá”.

Eventualmente, su madre la persuadió para que fuera a vivir con ella a Panamá. Lo hizo a regañadientes, convencida de que eventualmente volvería a Israel, donde para entonces ya había estudiado Historia, quizás siguiendo la ruta marcada por ese antiguo anhelo suyo de convertirse en maestra de historia judía.

“Quiero regresar a Israel”, se decía Daniela constantemente. “Quiero regresar a Israel”, le decía a su pretendiente, un guapo chico judío al que un médico de la familia le había presentado un par de meses antes, y que no se animaba a pedirle que formalizaran su relación.

Y el hombre, que hoy en día sigue siendo su marido, la increpó cierto día: “¿Por qué me dices que te quieres ir a Israel? Llevamos saliendo ya dos meses… ¿Por qué crees que salgo contigo?” A lo que ella respondió con una pregunta que terminó siendo proposición: “¿Quieres casarte conmigo?”. “Unos meses después nos casamos, tuvimos una hija, empezamos un negocio…”

El llamado de Dios

El matrimonio prosperó durante aquellos años, pero la estabilidad no parecía ser parte del destino de Lowinger, cuya vida daría un nuevo giro de la mano de la historia.

“Cuando hubo la situación en Panamá de Noriega, que cerraron los bancos, que la gente no sabía qué iba a pasar en el país, mi esposo decidió ir a Estados Unidos, comprar una empresa que se dedicaba a lo mismo y nos mudamos con nuestras tres hijas a Miami”.

Estados Unidos se convirtió así en el sexto país de residencia de una mujer que había nacido sin patria, que había dejado su tierra natal a los tres años y que, desde entonces, no había parado de oler distintos aires, de probar diferentes sabores, de aprender diversas lenguas.

Con la caída de Noriega y la invasión estadounidense de Panamá, el matrimonio decidió volver. Esta vez, para quedarse. Desde ahí, desde un Panamá que ha recuperado la regencia de su canal y que contempla a las dos Américas desde su ombligo marítimo, es que Lowinger conversa hoy con Enlace Judío.

La manera en la que esta mujer pasó de la vida secular a la devoción religiosa tiene sus propios tintes cinematográficos. Cuando la narra, pareciera que todo fue un cúmulo de accidentes, de pequeñas decisiones que la fueron acercando a la observancia casi inadvertidamente.

Confiesa que, hasta los 52 años, no comía Kosher ni guardaba el Shabat. Hubo incluso ayunos de Yom Kippur que se saltó, admite ahora con cierto rubor. Y quién sabe qué hubiera sido de su vida si su hija mayor no hubiera llegado un día a decirle que quería comer Kosher.

“En mi casa comemos lo que yo quiero. Cuando tú te cases, tú puedes comer lo que tú quieras”, le respondió. Pero su hija no dejó de insistir y, cierto día, le pidió que, al menos para ella, comprara y cocinara carne y pollo con sello rabínico.

La idea de cocinar doble le pareció absurda, así que decidió ceder. A partir de ese momento, al menos dentro de su casa, se comería comida Kosher. También “llevábamos a veces a las niñas a la sinagoga cuando había alguna fiesta de Purim, alguna alguna cosa especial para los niños.

“Hasta que un día una amiga mía me dice: ‘¿Qué te parece si nos vamos a un seminario que están dando de mujeres en un lugar maravilloso en Estados Unidos, con este rabino Friedman que vino a Panamá una vez y dio una charla muy interesante’.

“Le dije: ‘Bueno, vamos a ver las fotos del lugar’. Y vimos un lugar que tenía un lago, que tenía unas cabañas de madera, que tenía un bosque… parecía maravilloso. Parecía realmente un campamento para mujeres. Dije: ‘vamos’. Fuimos en pantalones, en en manga corta, etcétera.

“Llegamos allá y nos dicen: ‘Mira, van a empezar las charlas dentro de una hora más o menos. Aquí está el programa. La primera charla es sobre Kashrut. La segunda charla es de ‘intimacy’. A saber qué quiere decir en el judaísmo la intimidad.

“Yo y mi amiga nos miramos y dije: ‘OK, porque no hay otra. Sí, pero a la segunda clase vamos a ver qué hablan ellos de intimidad, a ver si aprendemos algo nuevo’. La cosa es que entramos a la clase de kashrut y la persona dice: ‘Quiero decirles que todo lo que entra por vuestra boca termina siendo parte de quiénes son ustedes.

“Si tú comes basura, de esto te alimentas. Y eso se refleja después en quién eres’. Ok, yo escuché eso y no quise dejar de escuchar la segunda clase. Salí de esto y dije para mí misma: ‘más nunca voy a comer algo que no sea Kosher”.

En un proceso gradual pero rápido. Lowinger comenzó a orientar su vida hacia el respeto a los preceptos religiosos. Un día no quiso trabajar en sábado. Otro, se deshizo de todos sus pantalones. Y cuando se dio cuenta ya daba clases de Torá a sus amigos.

Eventualmente, la pregunta sobre cuál era su misión en la vida, la razón por la que Dios la había puesto en este mundo, como dice ella, la llevó a descubrir que su mayor fortaleza radicaba la palabra, en el lenguaje.

“Y empecé a darme cuenta que me era fácil hablar y que hablaba en varios idiomas. Yo sé cinco idiomas. Entonces, si puedo expresarme bien, algo tengo que hacer con eso. Y por eso entonces creé en mi comunidad un grupo que se llamaba El Club de las Abuelas. Eran señoras que ya eran abuelas, 60, 70, 80 años que venían una vez por semana a mi casa. Yo les preparaba un cake, les preparaba café y les preparaba una clase”.

Una tal Sivan Rahav-Meir

Con el tiempo, dice, una amiga suya le hizo llegar un texto en inglés de una tal Sivan Rahav-Meir. Aunque era muy corto, a ella le pareció interesante y decidió traducirlo al español y difundirlo entre sus contactos. Lo hizo con buenas intenciones y sin ser consciente de que debía pedirle permiso a la autora. Fue la misma amiga la que se lo hizo ver.

“Entonces yo me comuniqué con Sivan. Le dije: ‘Mira, me gustaría traducir al español lo que tú escribes todos los días’. Me dijo: ‘hay una persona que ya lo está haciendo, pero el español no es su idioma primario. O sea, ella no es muy buena con el español. Si quieres encárgate’.”

Han pasado cinco años desde entonces y Daniela Lowinger sigue levantándose cada día a las cuatro y media de la mañana para traducir los sucintos y potentes mensajes de Rahav-Meir.

Cuando se le pregunta qué le ha enseñado la vida religiosa, Lowinger habla de la gratitud por la creación de Dios. Dice que todas las noches reflexiona sobre lo bueno que tuvo ese día. Que bendice el sabor de la manzana que se comió y que agradece que pudo trabajar y que no se halló enferma.

“Entonces, cuando uno vive así, tú dices: ‘no necesito más nada’. Durante nuestra vida corremos detrás de las cosas que creemos que nos van a llenar. Sí, y siempre llegamos a ellas. Sí, pero ‘quiero algo más’. Si antes quería el carro, ahora quiero el viaje. Si quería el viaje, ahora quiero las compras. Si quería las compras, ahora quiero… Yo tengo todo lo que necesito”.


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