Juntos venceremos
miércoles 30 de octubre de 2024

Eduardo Dushkin / Lágrimas por el héroe caído

El tribunal militar estaba en silencio. El joven soldado, con la respiración entrecortada y la mirada perdida, se aprestaba a escuchar la sentencia que cambiaría su vida para siempre.

No había transcurrido un año desde aquel momento en el que también se había sometido al veredicto de una junta de calificación.

Todo era distinto entonces. El Comité de Honor de las Fuerzas de Defensa de Israel elegía el soldado meritorio de su promoción.

La presencia del Comandante en Jefe en el escenario del evento indicaba que había una decisión tomada. Su voz grave y enérgica, no exenta de una emoción indisimulable, pronunció el dictamen:

“Por su gestión destacada en la etapa de preparación, disciplina y cumplimiento de sus obligaciones, se designa al soldado Alon Dayag como egresado meritorio de la promoción 2023 del Servicio Militar Obligatorio de las FDI.”

“Así mismo, al haber completado con notas sobresalientes el correspondiente curso de oficiales, se le impone el grado de Teniente con el que iniciará la que esperamos sea una carrera que llene de honor a su familia, a estas fuerzas armadas y al pueblo y el Estado de Israel.”

Los vítores y aplausos inundaron el ámbito de la ceremonia. Con ese marco, Alon, acompañado de sus padres, se dirigió al estrado a recibir las insignias que representaban el grado alcanzado.

El jefe del Estado Mayor lo recibió con su saludo militar y un estrecho abrazo. Lo mismo hizo con su padre, a quien le dijo en el oído:

“Has plantado una hermosa semilla. Veo en Alon el soldado que fui en sus circunstancias.”

La noche del 6 de octubre, Alon y Rafael celebraban los tres meses de su secreto noviazgo. Rafael era uno de los tantos “soldados solitarios” que llegan a Israel motivados en parte por su deseo de servir al país judío y en parte para huir de duras realidades de sus lugares de origen. En su caso, la aparentemente eterna dictadura de Venezuela con su claro sesgo antisemita y anti israelí, lo habían empujado a estas tierras.
Incorporado al ejército, se unió a la patrulla que instruía Alon y, muy rápidamente, su infinita admiración se transformó en amor que supo transmitirle a su comandante. Para éste, la relación constituía un giro copernicano en lo que hasta ese momento eran sus preferencias sexuales, pero las aceptó y convivía con su nueva situación de una manera renovada y feliz.
Desatado el caos de la guerra, la citación para sumarse al sector combatiente activo tardó unos pocos días en llegar.
Alon y Rafael sellaron un compromiso: “Vamos a volver”
Tras tres meses de combates, la situación en el frente se ponía cada vez más caótica. La infraestructura del enemigo era muy superior a la conocida y por cada reducto que se destruía, aparecían nuevos para investigar y atacar.

 

La noche del 11 de enero se desarrollaba en medio de una tormenta feroz. Los truenos se confundían con las explosiones y las metrallas y la lluvia torrencial, mezclada con escombros y tierra, hacía casi imposible trasladarse de un lugar a otro.

Con mucho sigilo, la patrulla al mando de Alon llegó al punto milimétricamente indicado por la inteligencia y accedieron a un profundo túnel. Como corresponde a un comandante, iba al frente de su grupo abriendo el camino.

En un determinado momento, tuvo la sensación de haberse separado demasiado de sus compañeros. Volteó para comprobarlo y fue entonces que se encontró a pocos metros de un terrorista. Sus instintos de supervivencia se activaron, pero algo dentro de él se negó a apretar el gatillo. En ese segundo de indecisión, el enemigo giró sobre sus pasos y disparó a la patrulla. Tres soldados cayeron. Alguno del resto alcanzó a responderle y abatirlo.

La escena fue caótica. Alon corrió a reunirse con sus subordinados y el primer cuerpo con el que tropezó era el de Rafael. Aún agonizante, éste alcanzó a decirle:

“¿Qué te pasó? Te amo”

El fiscal acusador se dirigió a Alon y le preguntó:

“¿Tiene algo para decir en su defensa como último alegato antes de la sentencia?”

“Frente a ustedes, honorables miembros del tribunal militar, me encuentro hoy para enfrentar las consecuencias de mis acciones, o más bien, de mi indecisión en el campo de batalla. Fui llamado como reservista para lo que el gobierno denominó la ‘batalla final’ contra el terrorismo, un llamado que respondí con el mismo compromiso y valentía que me llevó a ser distinguido como el soldado meritorio de mi promoción.
Sin embargo, al enfrentarme a la realidad del combate, descubrí que la preparación brillante que recibí no había alcanzado para lo que realmente importa: la carga moral de eliminar a otro ser humano. En el fragor del asalto al reducto indicado, me encontré a pocos metros de un terrorista, un enemigo jurado de mi país. Mis instintos de supervivencia me gritaban que actuara, pero algo más profundo, algo que nunca experimenté en los simulacros y entrenamientos, me paralizó.
No intenté matarlo. No pude. No porque careciera de habilidades tácticas o entrenamiento, sino porque en ese preciso instante, vi a un semejante frente a mí. Vi la humanidad en los ojos de un hombre que había sido llevado al mismo conflicto, con sus propios miedos y creencias.

 

Esa fracción de segundo de indecisión tuvo consecuencias inimaginables. El hombre con el que había decidido compartir mi vida y otros dos compañeros cayeron víctimas de mi falta de acción. No hay palabras que puedan expresar el peso que siento en mi corazón por esas vidas perdidas, por la carga que llevaré conmigo hasta el final de mis días.

En este momento, no estoy buscando excusas ni justificaciones. Estoy aquí para enfrentar las consecuencias de mis actos. Solo les pido que consideren el dilema que enfrenté. Un dilema que no se enseña en manuales militares ni se simula en ejercicios de entrenamiento. Pido que consideren la humanidad que se pierde en el fragor de la guerra y la difícil decisión que todos los soldados enfrentamos en algún momento: la decisión de quitar una vida.

Sé que las leyes militares son claras y justas, y estoy preparado para aceptar la sentencia que dicten. Pero les ruego que, al menos, comprendan el conflicto que llevé conmigo en ese campo de batalla. Un conflicto que, aunque no justifica mis acciones, arroja luz sobre la complejidad de las decisiones éticas en medio del caos y la brutalidad de la guerra. Nunca dudé en morir por mi país. No pude aceptar que matar fuera la única opción para evitarlo.”

 

Un silencio expectante invadió la sala. Tras unos segundos que parecieron siglos, el juez militar, con voz firme, pronunció las palabras que resonarían en la mente de Alon para siempre:

“Soldado Alon Dayag, por actos de negligencia en combate que resultaron en la pérdida de vidas, usted es declarado culpable. Se lo condena a la pena de siete años y ocho meses de prisión a cumplir en una unidad militar designada al efecto y a la pérdida del grado militar alcanzado, debiendo devolver a las FDI las condecoraciones recibidas.”

Los padres del ahora ciudadano condenado, sentados esta vez en la última fila de la pequeña sala de audiencias, miraban con ojos llenos de tristeza y desconcierto, sin entender cómo habían cambiado para todos ellos las circunstancias de sus vidas.

Afuera nuevos truenos resonaban solitarios en una ciudad desierta. La lluvia, mojaba las calles con lágrimas por el héroe caído.

Publicado en la Revista N° 38 de AIELC (Asociación Israelí de Escritores en Lengua Castellana) – Julio 2024


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