Aquella noche me acosté agotado, igual que todas las noches propias de una época en la que, por alguna extraña razón, mis horarios de sueño habían adquirido una cierta normalidad. ¿Sería la intuición? ¿Sería la casualidad? Lo que fuese, un poco después de las dos de la mañana —justo igual que ahorita, momento en el que estoy escribiendo estas líneas— abrí los ojos y ya no los volví a cerrar. Me quedé pensando que tenía que intentarlo, porque si me quedaba despierto tres o cuatro minutos, me darían ganas de ir al baño, tendría que salir de la cama, y con ello la noche se habría fastidiado por completo.
No tardé mucho tiempo en darme cuenta que no había remedio, así que, mientras me mentalizaba para estar atentos a las sensaciones en mi bajo vientre e identificar el momento adecuado para visitar el inodoro, busqué mi celular para abrir esa calamidad que se llamaba Twitter, y darme un garbeo por las publicaciones de la gente que vive en otras latitudes del mundo, o de los insomnes que, como yo, por una u otra razón estaban despiertos a esas horas.
Así fue como me topé con el horror, con el abismo, con el infierno.
En todos lados estaban circulando los videos, todavía sin censura alguna, que los propios combatientes de Hamas —y los civiles palestinos que se les unieron esa podrida mañana— habían grabado mientras cometían su crimen. Los vi disparar, lanzar granadas, asesinar hombres, mujeres, niños, ancianos, miré cómo decapitaban seres humanos, los vi bailar en el centro de Gaza, festejando su triunfo matutino y momentáneo, regalando dulces mientras danzaban alrededor de los cadáveres de los israelíes, o de los rehenes capturados como trofeo bien ganado en esa gesta sanguinaria e inhumana.
Volver a dormir o visitar el baño quedaron relegados de inmediato a un segundo o tercer plano. Me levanté para sentarme en mi escritorio, conectarme a la computadora, y quedarme allí, embrujado, durante las siguientes ¿seis, siete horas? No sé. Ese día el tiempo no transcurrió para mí. Sólo las sensaciones, las emociones, el dolor, la rabia, el coraje, y una sensación ominosa de que acababa de presenciar algo cuyas consecuencias todavía no me podía imaginar.
Lo que vi fue el odio puro encarnado en una sociedad fallida a la que han engañado diciéndole que sus vecinos les robaron todo —perdón que sea tan duro y políticamente incorrecto, pero si por un lado he estudiado suficiente la historia del conflicto como para no comprarme los clichés panfletarios de la propaganda palestino, por el otro lado no tengo porqué callarme las cosas cuando se tienen que decir como son—, la sed de ver la sangre correr sin límites, las ansias de simplemente aniquilar y destruir a aquellos que no deseas, pero que tampoco conoces y menos aún comprendes.
Hace mucho que aprendí —no fue sencillo, porque se trata de algo absolutamente contraintuitivo— que conflictos de esta dimensión no se pueden juzgar desde nuestros valores cotidianos, desde nuestras nociones peatonales de lo que es bueno o lo que es malo. Cuando se llega a esa situación que llamamos “guerra”, la lógica cambia por completo. Los setenta u ochenta años que llevamos tratando de entender lo que son los Derechos Humanos o la coexistencia pacífica y la tolerancia, se diluyen y volvemos a todo lo que fuimos durante los diez mil años anteriores, hijos definitivos de la Revolución Agrícola y esclavizados a los modelos autoritarios de gobierno, y a la violencia bélica como única posibilidad de solucionar nuestras diferencias.
Es la Doctrina Militar, si lo que quieres es ponerle un título. Es lo que entra en vigor cuando alguien te declara la guerra. Los civiles somos demasiado débiles, demasiado buenos, demasiado ingenuos para asimilar —o para querer asimilar— lo que esto implica. De inmediato aparece lo más noble de nuestros sentimientos —y no es queja; al contrario, qué bueno que seamos así, aunque eso no quita que hay que entender los límites de nuestros mejores deseos—, y empezamos a pensar en la gente que muere, los que se quedan sin casa, los niños, las mujeres, los ancianos.
Las víctimas, en resumen.
El militar no puede hacer eso. El militar tiene que analizar la situación, lograr el diagnóstico más preciso posible, plantearse una solución eficiente, estructurar la estrategia con la cual dicha solución se va a implementar, y sentarse a trabajar en ello.
Los sentimientos, lamentablemente, tienen que quedar de lado.
Podrás decirme que soy muy duro, incluso que soy cruel, que ese es el modo de pensar de los fascistas o de los dictadores, pero te equivocas. La experiencia histórica nos ha demostrado que, justo cuando enfrentamos a lo peor de la sociedad humana, el error más trágico que podemos cometer es ser buenas personas.
A quien viene con una espada no lo puedes enfrentar con un poema, dijo un viejo sabio chino que dejó mudo a Confucio. La política y la guerra no son asuntos de moral, dijo después Maquiavelo. No hay nada que negociar con quien quiere asesinarte, dijo la mujer más adorable del mundo —la inmortal Golda Meir—, pero que sabía que la amabilidad y la ternura era para los invitados a su casa, no para los enemigos de su pueblo.
No hay nada que pueda complacer más a un verdadero fascista, que mirar a las multitudes débiles e ingenuas diciendo que responder con la fuerza es fascismo y debemos buscar soluciones negociadas, privilegiar el diálogo, darle preferencia a la política y a la diplomacia.
Todo eso tiene que ser la norma en nuestro día a día, pero cuando se traspas el límite de la civilidad y volvemos al territorio de la guerra, no hay más negociación que buscar.
Por eso no me extrañó que, ese mismo día, el Primer Ministro de Israel Benjamín Netanyahu dijera, categóricamente, que el tiempo de la negociación con Hamas había terminado. Que esto era la guerra, y que el grupo terrorista palestino sería destruido.
No era una afirmación sencilla. Las implicaciones posibles eran brutales, y para ese momento ya tenía yo claro de qué se trataba el asunto. Diez años analizando el conflicto en Medio Oriente me habían aclarado varios conceptos respecto a las consecuencias posibles de planes tan estrambóticos como decir “vamos a destruir a Hamas”.
Durante esa década, en muchas charlas o en muchos artículos para Enlace Judío, señalé que Israel no iba a apostar por una destrucción total de Hamas, porque eso implicaría destruir y arrasar la Franja de Gaza. El objetivo, a juzgar por el modo en el que se desenvolvía el conflicto, era dejar que las cosas fluyeran de manera natural, y esperar el inevitable agotamiento económico del régimen iraní de los ayatolas, el punto de partida de toda la desestabilización en el Medio Oriente. Gobernantes forjados en los paradigmas feudales y retrógradas, los clérigos que gobiernan desde Teherán nunca han sido eficientes en su manejo de un país tan grande —en territorio, en historia, en su gente— como Irán. Su colapso era cosa de tiempo, y cuando este llegara, sus extensiones terroristas como Hamas y Hezbollá tendrían que adaptarse a una nueva realidad en la que ya no podrían conservar su estatus de amenaza, ni para Israel, ni para nadie más.
Hamas parecía haberlo entendido. Llevaba ya más de dos años manteniéndose al margen de cualquier conflicto con Israel —los últimos habían sido específicamente contra otro grupo, la Yijad Islámica—, y todo mundo se quedó con la impresión de que el pragmatismo por fin empezaba a imponerse en el grupo extremista.
Era una trampa, por supuesto. Fue parte del engaño para que Israel bajara la guardia. Lamentablemente, funcionó.
Sin embargo, para todos los que hemos estudiado el conflicto y conocemos la correlación de fuerzas entre Israel y sus enemigos, era claro que el brutal ataque terrorista no representaba —por lo menos en ese momento— un peligro existencial para Israel. Tres o cuatro mil gazatíes infiltrados en territorio israelí no serían reto para el ejército tan pronto este se hubiese activado y organizado (y así fue: ese mismo día del ataque, 1500 palestinos fueron eliminados en Israel, y los demás se replegaron hacia Gaza, pese a que su plan original era “conquistar” territorio y permanecer allí varios meses, para que el conflicto se desarrollase en el interior de Israel, no en Gaza).
También era obvio que eso no iba a acabar allí. Dada la violencia, salvajismo y crueldad del ataque terrorista, la respuesta israelí sería implacable. Netanyahu no sorprendió a nadie medianamente atento cuando dijo que no habría más negociaciones, y que la guerra sólo concluiría con la destrucción de Hamas.
Es decir, con la destrucción de Gaza.
No había manera de evitar esto último. Durante tres décadas, Hamas se preparó para esta guerra haciendo de toda Gaza —sus ciudades como Gaza y Khan Younis, sus aldeas como Jebaliah o Rafah— una trampa mortal para que —en caso de una guerra total como la que sabían que habían provocado— Israel no tuviera más alternativa que masacrar a la población palestina, usada por Hamas como escudo humano justo con el único objetivo de sacrificarlos.
¿Y para qué hacer semejante bestialidad con su propia población, una vez cometida otra bestialidad contra la población israelí?
Estrategia, según los paradigmas de los ayatolas y de sus lacayos, como Hamas. El plan era provocar una respuesta brutal por parte de Israel, para que la comunidad internacional se escandalizara al punto de intervenir —como tantas otras veces— y obligar al ejército israelí a detenerse. Las Fuerzas de Defensa de Israel lograrían asestar golpes duros a Hamas; podrían destruir mucha infraestructura; sin duda eliminarían a muchos combatientes y comandantes, pero todo eso era algo que Hamas podía absorber siempre y cuando los combates no se extendieran durante varios meses.
En ese panorama, Israel habría sido obligado a retirarse, Hamas habría sobrevivido, quedaría intacta la gran mayoría de su infraestructura terrorista, y sus arsenales de misiles seguirían listos para volver a atacar a Israel cuando fuese necesario.
Israel, por su parte, quedaría humillado. La prensa árabe e iraní venderían el episodio como una victoria aplastante de Hamas, y entonces habría venido el ataque de Hezbollá. Miles de misiles contra un Israel frustrado y desmoralizado, además de un ataque transfronterizo infinitamente peor que el llevado a cabo por Hamas, enfocado en la conquista de amplias zonas de Galilea, la masacre de la mayor cantidad de civiles, y el secuestro de tantas personas como fuese posible.
Hamas falló en todos sus cálculos y, además, demostró su incapacidad para suponer que un Plan B siempre es necesario.
Israel anunció la destrucción de Hamas, pero no se fue de bruces hacia el conflicto. Al contrario: se dedicó tres semanas a los bombardeos aéreos contra las posiciones de Hamas y Hezbollá (que, desde el día 8 de octubre, también se unió a la feria de disparos contra las poblaciones israelíes), y aplazó el ingreso de sus tropas para empezar el operativo que pudiese destruir a Hamas.
Poco a poco, Hamas empezó a descubrir algo peor: Israel había diseñado estrategias enfocadas en la guerra urbana, justo para evitar esa masacre escandalosa que le resultaba indispensable a la estrategia de los terroristas palestinos.
Lo que Hamas consiguió, en cambio, fue lo contrario de lo que necesitaba. Su propia voracidad y descontrol jugaron en su contra. Al presumir de un modo tan cínico y descarado la masacre perpetrada contra los civiles israelíes, la condena mundial fue inmediata, y no fueron pocos los gobiernos que declararon que, efectivamente, Hamas tenía que ser destruido. Sí, las multitudes antisemitas salieron muy pronto de su recato, y se volcaron a las calles para manifestar su apoyo al terrorismo palestino, pero los gobiernos en Europa y en los países árabes se avocaron al bajo perfil en el manejo de la crisis, mientras que en el plano internacional simplemente dejaron que Israel siguiera adelante con su guerra.
Pasaron algunos meses para que la administración Biden empezara a actuar con el claro objetivo de sabotear la victoria israelí, pero para entonces el gobierno en Jerusalén ya les había tomado la medida, y los esfuerzos de Biden y Blinken para frenar la estrategia de Israel simplemente fracasaron.
Mientras, Hamas se había quedado solo. Hezbollá no se arriesgó a lanzar su ataque. Contrario a sus proyecciones, Israel estaba más que listo para enfrentarlos.
Tras meses de combate, el equilibrio en la Franja de Gaza comenzó a cambiar, y el destino de Hamas comenzó a escribirse. En el frente norte, la estrategia de Hezbollá no fue mejor.
A un año de la masacre, me queda claro que mis cálculos fueron correctos.
El ataque provocó una guerra brutal, y por medio de una estrategia brillante, Israel ha transformado la realidad del Medio Oriente de un modo que, hace 370 días, no nos habríamos imaginado.
Hamas está prácticamente destruido. El 7 de octubre del año pasado dispararon 3 mil cohetes mientras lanzaban su deleznable ataque contra los civiles israelíes. Hoy, para “festejarlo”, han disparado apenas cinco. Ya no pueden con más.
El éxito estratégico israelí ha provocado también el colapso de la alguna vez temible milicia de Hezbollá. En una serie de acontecimientos vertiginosos, Israel ha eliminado a todos sus mandos, incluyendo al máximo líder Hassán Nasrallah y a tres sucesores que, en conjunto, ni siquiera alcanzaron las dos semanas en el cargo.
Mientras, los ayatolas en Irán están con los nervios de punto a sabiendas de que en cualquier momento vendrá un ataque israelí, que —al igual que al inicio de la guerra en Gaza— tarda en llegar.
Desde que llegaron al poder en 1979, los clérigos extremistas en Irán comenzaron a planear su conquista del Medio Oriente, para lo cual la destrucción de Israel era un requisito indispensable. A lo largo de más de cuatro décadas, invirtieron cualquier cantidad de dinero para armar guerrillas y grupos terroristas, y así establecer mecanismos de control, disuación y extorsión para mantener deprimidos a sus enemigos.
En apenas un año, Israel ya destruyó esa inversión. Los daños infringidos a Hamas, Hezbollá, el régimen de Bashar el-Assad y los huthíes en Yemen son incalculables.
No sé si lo alcancen a percibir, pero se han sentado las bases de un Medio Oriente distinto. En diez años, el panorama va a ser irreconocible.
Y todo comenzó un 7 de octubre, como hoy.
Despertaron al León de Israel, apostando a que la humillación nos hundiría y nos arrastraría a la derrota. No se detuvieron a reflexionar en que no existe un pueblo que, a lo largo de la historia, haya demostrado mayor capacidad de resiliencia, determinación y fuerza para sobreponerse a sus enemigos, sean quienes sean.
Ahora se están enterando desde las ruinas de sus edificios, sus barrios y sus ciudades hechas polvo, pero ya es demasiado tarde.
Israel, de una u otra manera, no se va a detener. No tiene sentido. No en este momento.
No era lo que nosotros queríamos. Habríamos preferido seguir por la lenta y desperante ruta del pragmatismo, pero Hamas, Hezbollá y los ayatolas en Teherán decidieron hacer las cosas de otra manera.
Su propia arrogancia los sentenció.
Al tiempo.
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