El mundo de nuestros días tiene cierto parecido a las películas del oeste. Eran muy famosas y celebradas hace más de dos o tres décadas. Contaban una historia de conquista de territorios y de administración de justicia en base a criterios más bien personales, a falta de instituciones y legalidad.
Con el pasar de los años, estas películas dejaron de ser atractivas. Pasaron de moda. También se adquirieron otros conceptos de la historia local y universal. La conquista del oeste no se percibe solo como una gesta civilizadora, un componente de despojo y racismo también logra asomarse en alguna lectura algo más estricta y analítica.
En el viejo oeste privaba la ley del más fuerte. En la misma sociedad anglo sajona que se desarrollaba en el continente americano, prevalecía tal principio. La ley y el orden no se lograban imponer, los truhanes armados hacían de las suyas. Entonces pistoleros justicieros, no siempre con la insignia de la ley en su pecho, imponían la justicia. Esa dinámica dio origen a películas, series, folletines y suplementos. Los mismos que distrajeron y entretuvieron a generaciones. Con una clara diferenciación entre el bien y el mal, la exaltación
de los héroes y la desacreditación de los malvados.
En el mundo de 2024 no existe una institucionalidad internacional capaz de imponer orden entre las naciones. Los organismos internacionales son dominados por mayorías que se transan en acuerdos ya negociados, solidaridad con respecto a causas ajenas al bien común. Es así como muchos países y muchas situaciones quedan desamparadas. No hay conflicto reciente en el cual un dictamen de las Naciones Unidas haya sido vinculante. Condenas justas e injustas, resoluciones y declaraciones van y vienen, pero el orden internacional se rige más bien por la anarquía.
En un mundo así, la autoridad de un imperio o de un país con mucha fuerza y más prestigio debiera imponerse. No es lo ideal, tampoco lo más justo, pero sí lo más viable. Quizás durante un tiempo, breve y no siempre acertadamente, los Estados Unidos de América ejercieron ese papel de policía del mundo, de ente rector. A veces acompañado de otras potencias, quizás facilitada la tarea gracias a la Guerra Fría, la existencia de bloques antagonistas poderosos y la debilidad intrínseca de países que eran revoltosos, pero no lo suficiente como para causar grandes problemas o enfrentar directamente al imperio o autoridad de turno.
En pleno siglo XXI, los Estados Unidos de América parecen renunciar a su rol de policía, de autoridad máxima. El vacío de autoridad no se llena con otra autoridad, se llena con más desorden. Más países y regímenes cuentan con recursos para imponerse localmente a sus anchas, causando daños a nivel global también. Con muy poco control sobre sus actuaciones y menos sobre sobre sus interioridades, los organismos internacionales se abocan a declaraciones bastante inútiles y a tratar de controlar y minimizar daños con muy escaso éxito.
Justo cuando nos acercamos a las elecciones de los Estados Unidos, percibimos que en la agenda de los candidatos no está muy claro el rol que ha de jugar la primera potencia en el orden o desorden mundial. La tesis de no involucrarse en conflictos que no son de su incumbencia directa resulta teóricamente correcta, pero la falta de institucionalidad y respeto a nivel global generan una inseguridad en muchas regiones. No en balde las cosas en Ucrania y en el Medio Oriente no se resuelven y parecen complicarse cada vez más.
Como en el viejo oeste, una que otra acción justiciera parece restaurar cierto orden, aplicar la ley y lograr justicia. Eso complace a la galería de espectadores, alivia a los sufrientes de turno. Como en el viejo oeste, no es la solución, solo un necesario y agradecido paño caliente.
Estos últimos meses el mundo tiene mucho parecido con las películas del viejo oeste. Con la terrible diferencia que el mundo no es una película. No siempre se impone el bien, y muchas veces lo hace muy tarde.
Al estilo del viejo oeste, las soluciones se hacen esperar demasiado… si es que llegan.
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