Estamos tan acostumbrados a todo eso a lo que llamamos “normalidad”, que pocas veces nos imaginamos que, en un término relativamente corto de tiempo, todo pueda cambiar. Pero justo eso es lo que estamos viendo en el Medio Oriente, y las repercusiones van a ser globales.
Lo “normal” es todo aquello que nos rodea y que, desde un percepción construida lentamente a lo largo de los años, siempre ha estado allí y siempre va a estar allí.
Eso, por supuesto, no es correcto, y todos lo sabemos. Pero mientras los cambios sean graduales, uno por uno, la normalidad se construye y reconstruye a sí misma. De eso se trata la Paradoja de Teseo. Según una variante de la leyenda, su barco requirió tantas reparaciones a lo largo del viaje, que prácticamente ninguna pieza original sobrevivió. Cuando Teseo regresó a su hogar, cada componente del barco era distinto al que había salido de Atenas. ¿Era o no el mismo barco?
Así funciona nuestra normalidad. Por lo tanto, sólo consideramos anormal aquello que altera radicalmente lo que nos rodea, y que no parece tener relación con el contorno inmediato.
Los ayatolas conquistaron el poder en Irán en 1979, y desde entonces empezaron a construir una “nueva normalidad” en el Medio Oriente. Una en la que, de entrada, Irán era un contrapeso necesario contra Irak, un país inmerso todavía en el baasismo panarabista, de orientación marxista y apoyado por la URSS. Con un liderazgo extremista encabezado por esos clérigos fanáticos que han sido los ayatolas, Irán era un peligro potencial para el mundo occidental, y todos lo sabía. Pero, en lo inmediato, era una fuerza e influencia necesarias para contrarrestar a Saddam Hussein.
Por eso, a Irán se le dejó hacer y deshacer, y los ayatolas aprovecharon esa ambigüedad para empezar a construir su imperio y sus redes de influencia. Así, poco a poco aparecieron milicias como Hezbolá, y tras un paciente esfuerzo de treinta años, Irán se hizo con el control de Irak, Siria, Líbano, y un poco más adelante agregó la zona occidental del Yemen, además de que “adoptó” a Hamas en Gaza.
La normalidad a la que nos acostumbramos durante todos esos años fue la de un entorno permanente de amenaza hacia Israel, un país “sentenciado a muerte” por los clérigos iraníes por mero capricho ideológico (deja te platico que la causa palestina, en realidad, no les interesa a los ayatolas; los palestinos sólo han sido una herramienta para sus verdaderos propósitos).
Por supuesto, siempre se dijo que “algún día” habría una guerra inevitable entre Irán y sus aliados contra Israel. Un todos contra todos (o, más bien, un todos contra uno), y cada país o cada milicia se preparó (o creyó prepararse) para ello.
Esa guerra, que todos sabíamos inevitable, era una especie de Apocalipsis, no en el sentido de lo violento y catastrófico, sino en el de ser una expectativa segura, pero que al mismo tiempo parece que nunca va a llegar. Hablábamos de ello, especulábamos e imaginábamos cómo iban a ser las cosas, pero siempre con la sensación de que nos referíamos a un futuro ignoto, indeterminado, tan lejano que venía siendo lo mismo que inexistente.
El 7 de octubre del año pasado, al ver los videos que los propios terroristas de Hamas estaban subiendo a las redes sociales, todos nos dimos cuenta que algo grande iba a ocurrir. Todos, menos Hamas (por cierto). Quienes hemos estudiado el conflicto israelí-palestino, supimos de inmediato que la respuesta de Israel esta vez sería de un alcance nunca visto. El propio Netanyahu anunció ese mismo día que la era de la negociación había terminado, y que Hamas sería destruido.
Hamas, como ya mencioné, tenía otras expectativas. Esperaba un ataque brutal, avasallador por parte de Israel, tanto que los destrozos y los daños colaterales obligaran a la comunidad internacional a intervenir y detener a los israelíes. Así, Hamas habría asestado su gran golpe, habría sufrido bajas poco o nada significativas (en los términos de un grupo dispuesto a sacrificar miles de personas), y se habría reído en la cara de Israel, que habría quedado totalmente humillado. En ese entorno, Hezbolá habría lanzado su propio ataque, por lo menos diez veces más violento que el de Hamas, y el enredo habría provocado una crisis mayúscula que, en los sueños delirantes de estos grupos extremistas, habría culminado con la destrucción de Israel.
El gobierno israelí estuvo bien consciente de ello, y no se avorazó en su respuesta. Emprendió una campaña lenta, a ratos desesperante, pero bien diseñada para evitar un conflicto múltiple, pero también una intervención internacional decisiva. La consecuencia fue que Israel pudo seguir adelante en su plan de destruir por completo a Hamas, y luego dañar a fondo la estructura de Hezbolá.
Hoy por hoy ya nos estamos acostumbrando a ello, justo porque Israel se tomó un año para hacerlo. Por eso, es probable que no nos demos cuenta que se han sentado las bases para una reorganización radical del Medio Oriente.
En una región tan pequeña, no es poca cosa decir que las capacidades ofensivas de Hezbolá han quedado dañadas al máximo (los cuarenta días de luto por la muerte de Hassan Nasrallah fueron “celebrados” con una salva de doce cohetes; en sus buenos tiempos, habrían sido dos mil).
Sin Hezbolá, los ayatolas de Irán han perdido su principal recurso de extorsión. Nadie se atrevía a hacer nada importante en el Medio Oriente, porque Hezbolá tenía amenazados a todos con que cualquier exceso sería respondido inmediatamente con un bombardeo masivo contra Israel (sin importar si este último tenía o no que ver con el asunto en turno).
Eso ya no existe. Hamas está destruido, Hezbolá inutilizado, y el régimen de Bashar el-Assad prefiere mantenerse al margen del conflicto, abandonando a Irán a su suerte. Rusia no puede ayudar, porque está empantanado en una guerra sin pies ni cabeza contra Ucrania. China compra el petróleo iraní, pero en condiciones ventajosas solamente para Pekín.
A esto hay que agregar el triunfo de Donald Trump, una persona que trae muchos conflictos personales con los ayatolas. Los hutíes entendieron de inmediato el nuevo panorama a partir de enero del 2025, y no se tardaron nada en anunciar un alto al fuego. Parece que no quieren arriesgarse a ser destruidos.
Mientras, el régimen iraní sigue humillado por el bombardeo israelí de hace unas semanas (además de la destrucción de toda su red de aliados y la eliminación de sus mejores y más importantes líderes militares). No se ha arriesgado a responder al ataque israelí, y cada día que pasa eso provoca que la humillación sea más profunda. Además, con la inminente llegada de Trump a la Casa Blanca, el panorama se les oscurece todavía más.
¿Se atreverán a lanzar su ataque? La respuesta israelí sería durísima, probablemente al punto que provoque el colapso del régimen.
¿Y si no atacan? Poco importa. A partir del 20 de enero, el panorama se les va a complicar a los ayatolas, y 2025 va a ser un año en el que muchos factores podrán combinarse para debilitarlos al máximo, con guerras o sin ellas.
Si el Medio Oriente ya no es el mismo de hace un año, la caída de los ayatolas sería el clímax de este período de transformación. A la larga, algo tan relevante como la caída de Hitler y Mussolini.
La historia transcurre lento, y por ello no nos damos cuenta de la profundidad de los cambios. Pero durante este último año hemos visto el inicio de una de esas transformaciones que redefinen el rumbo del mundo entero.
El asunto parece ser sólo otro de tantos pleitos locales en el Medio Oriente, pero las repercusiones van a ser globales (Cuba y Venezuela ya lo resintieron).
Lo hayamos asimilado o no, los que estamos vivos en este momento podremos decir que nos tocó vivir en dos mundos, nos tocó ser testigos del parte-aguas, fuimos habitantes del antes y el después.
Tiempos interesantes, diría la maldición china.
Pero aquí estamos, así que hay que verlos.
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