Juntos venceremos
jueves 14 de noviembre de 2024
Bandera de Israel

Irving Gatell/ Repensar el Sionismo después de la guerra

Tal vez no haya peor maldición para una ideología revolucionaria, que tener éxito. Quien forja su identidad siendo un opositor y un disidente, pocas veces sabe qué hacer cuando tiene el poder. Al sionismo le va a pasar algo similar, y el reto que va a enfrentar durante el resto del siglo XXI va a ser formidable.

El sionismo es la convicción de que el pueblo judío tiene el derecho a la autodeterminación en su propia tierra. Durante casi dos mil años, pensar en la independencia de los judíos en Eretz Israel era poco menos que mera ilusión. Por ello, cuando las primeras ideas pre-sionistas modernas comenzaron a tomar forma a inicios del siglo XIX, y luego cristalizaron principalmente en la obra de Theodor Herzl, el sionismo se consolidó como una propuesta netamente revolucionaria. Era, además, un activismo que entraba en choque directo con la visión colonialista británica de finales del siglo XIX e inicios del siglo XX.

Como bien se sabe, ese sionismo inicial tuvo un éxito total en el sentido de que se logró la creación del moderno Israel en 1948. En otras circunstancias, eso habría provocado una crisis ideológica interesante, porque el sionismo se había forjado como una lucha para recuperar Israel. ¿Qué hacer después de que el objetivo se logra?

Paradójicamente, lo que vino a salvar al sionismo de esa crisis fue la necedad de los países árabes. Sus constantes intentos por destruir a Israel lograron que el sionismo evolucionara de manera natural, pasando del magno objetivo de recuperar el territorio, al de garantizar la seguridad de los israelíes. Si en su origen el ideal de vivir libres y en paz en Israel se había centrado en la primera parte de la idea (“vivir libres”), ahora se trasladó a la segunda (“vivir en paz”). Así, guerra tras guerra y atentado tras atentado, Israel y el pueblo judío en general lograron mantener firmes su vocación, convicción y activismo alrededor del sionismo.

Los países árabes renunciaron a los intentos por destruir a Israel después de la Guerra de Yom Kippur (1973). Sin embargo, el conflicto no terminó. La estafeta la retomó el terrorismo palestino y, un poco más adelante, el régimen teocrático, feudal y extremista de los ayatolas iraníes. El peligro que antes habían sido la Siria de Hafez el-Assad y el Egipto de Gamal Abdel Nasser, se traslado a la OLP de Yasser Arafat y luego al Hamas de Ahmed Yassin y al Hezbollá de Hassán Nasrallah.

La lucha siguió, y con ello el sionismo tuvo retos concretos que enfrentar, y eso garantizó que las ideas sionistas se actualizaran constantemente y se mantuvieran vigentes.

Hay algo en lo que pocas veces reflexionamos: esa continuidad del sionismo a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, y los arranques del siglo XXI, se debió, principalmente, a que Israel nunca derrotó por completo a sus enemigos. Egipto y Siria fueron vapuleados en todas las guerras; El Cairo y Damasco estuvieron a punto de caer. Sin embargo, Nasser y Assad nunca fueron derrocados, ni sus ejércitos exterminados. Fueron humillados, tuvieron que replegarse, se quedaron apaciguados, pero no desaparecieron. Y mientras no desaparecieran, la amenaza, el peligro o el riesgo para Israel, tampoco.

Con Arafat y su OLP pasó algo muy similar. En repetidas ocasiones la ONU se encargó de que sobrevivieran. Su final sólo llegó hasta 2005, en el marco de la Segunda Intifada. Aislado, enfermo, humillado y defenestrado incluso por el mundo árabe, Arafat murió en la ignominia total. Sin embargo, para ese momento él ya no era el principal problema de Israel. Ese rol lo había tomado Hezbolá. Así que, a efectos prácticos, las cosas seguían igual.

El año 2025 marca la primera vez en la historia del moderno Israel en la que el panorama de lograr la derrota total de los enemigos del estado judío es algo verosímil y posible. Después del monstruoso atentado terrorista del 7 de octubre de 2023, la campaña militar israelí, con todo y sus miles de inconvenientes, ha sido eficaz como nunca se había visto, y el origen de todas las agresiones está en riesgo de colapsar.

Me refiero, por supuesto, a los ayatolas de Teherán. La llegada de Trump al poder ha resultado una pésima noticia para ellos, y ya se habla de que realmente hay planes para apresurar su caída. Si eso se logra y se levanta un nuevo gobierno iraní, el panorama no puede ser más alentador. Podría firmarse la paz entre Irán e Israel, Estados Unidos y Arabia Saudita. Eso sentaría las bases para una nueva estabilidad en el Medio Oriente, que seguramente se integraría como región económica (similar a la Unión Europea), altamente competitiva y con una disposición casi inagotable de dinero petrolero (proveniente de los países árabes) e innovación tecnológica (proveniente de Israel).

¿Qué va a hacer el sionismo si eso pasa? ¿Hacia dónde se va a orientar nuestra reflexión si de pronto descubrimos que Israel ya está seguro, libre y en paz?

Una vez más, son nuestros enemigos los que ya plantearon la solución.

Uno de los efectos más complejos de la guerra entre Israel y Hamas fue la globalización de la Intifada. De pronto, las hordas judeófobas se quitaron la máscara en todo occidente, y comenzaron a exhibir su intolerancia natural, sus instintos violentos, y su vocación de odio no sólo contra el pueblo judío, sino contra toda la civilización occidental.

De la noche a la mañana, Europa y Estados Unidos (principalmente) se dieron cuenta que nuestras advertencias siempre fueron correctas. En el caso de Europa, se dieron cuenta muy tarde, y ahora es en ese continente donde se están dando los episodios más peligrosos en términos de riesgo a la estabilidad política.

Esto ha provocado que el debate cultural por fin llegue al extremo que comenzó a perfilarse desde la época de las sesgadas y torpes críticas de Foucault contra occidente.

Derrotados la URSS y el marxismo, ahora es el posmodernismo el que ha retomado la bandera intelectual que pregona que la civilización occidental debe ser destruida.

La combinación de ese factor global, con la guerra local que Israel ha llevado a cabo contra Irán y sus aliados, ha consolidado al sionismo como uno de los principales —si no es que el más importante— agente de defensa de los valores de la democracia liberal y el occidente. Poco a poco, Israel y sus tropas sionistas se han colocado al frente de la defensa del mundo libre, al tiempo que todo el espector “progre” y “woke” ha sacado a relucir, sin recato alguno, que sus ideas son inherentemente violentas, racistas y autoritarias.

No se trata de decir que la cultura occidental es “la mejor”, y menos aún “superior” a las demás. Pero tampoco hay que tener miedo a afirmar que es la que más avances logró en la comprensión de ese extraño fenómeno que ha sido la violencia y, por lo tanto, la que desarrolló las mejores ideas para contrarestar su flagelo.

El sionismo está empezando a descubrir una nueva vocación cuyos alcances ya no se limitan a la condición del judío en la tierra de Israel.

Ahora son alcances globales.

Esos valores que nos ayudaron a mantener viva la esperanza durante casi dos mil años, y que luego fueron los que iluminaron nuestra lucha desde aquel histórico primer congreso en Basilea en 1897, son los que ahora va a marcar un rumbo a seguir para todo el mundo.

No va a ser una lucha sencilla. Habrá altibajos, retrocesos, fricciones. Y, seguramente, muchas dudas a lo largo del proceso.

Sin embargo, la vocación de luchar por la libertad ha quedado firmemente consolidada en una nueva generación de Israelíes. En un mundo en el que muchos liderazgos políticos van a estar marcados por la debilidad de esas personas que se ofenden de todo, Israel estará en manos de jóvenes que arriesgaron su vida en una lucha sin cuartel contra enemigos monstruosos.

No es difícil adivinar lo que va a pasar.

El liderazgo mundial de Israel se va a incrementar como probablemente nunca se había visto en la historia.

Eso significa que los sionistas tenemos trabajo para un muy buen rato. Por lo menos, durante todo el siglo XXI el sionismo mantendrá vigente su visión del mundo, proyectada hacia todos los Ben Adam.

No es una idea extraña para el judaísmo.

Explicado en otros términos, pero justo de eso se trata la Era Mesiánica.


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