Fernando Yurman / El monstruo desvelado

La caza de judíos en Holanda quizás sea recordada como una alegoría superpuesta a la Kristallnacht, siniestro prefacio de una edad oscura. Aunque el rango europeo y la resonancia global, también indican el pórtico sombrío de una era mayor, una Edad Media creciente entre los feudos tecnológicos.

En el umbral de la temida inteligencia artificial, emerge el antiguo estereotipo que gesta turba y violencia ciega en estado casi virginal. Muchos se horrorizaron de la evidencia antisemita, algunos por corrección cívica, sin compromiso tangible, otros teatralmente, inquietos por la acechanza cultural, y también aludieron a una amenaza escondida al Occidente; una reconvención ejemplificó con el consabido canario de la mina que muere dando la alarma. En el escándalo moral, se dejaba de lado que ninguna compañía minera simbólica se inquietó por la protección de los canarios, y que Occidente fue siempre el escenario mayor del antisemitismo. Algo esencial de este odio le concierne todavía. Pese al tufo antisemita, algunos diarios europeos lo consideraron meros disturbios. El lamento del Rey de Holanda por haber fallado otra vez a los judíos, fue una desolada honestidad.

No cabe duda que las turbas islámicas de Holanda, sus hooligans ideológicos, heredaron con devoción el antisemitismo guardado en Europa. ¿O alguien cree que esas turbas perseguirían chinos en las calles por el millón de musulmanes presos en China, golpearían a turistas norteamericanos por Irak o Afganistán, o a fans italianos por los migrantes sirios o paquistanos hundidos en el mediterráneo? Esos hooligans fervorosos, veteranos fundamentalistas islámicos, son los genuinos herederos de la malevolencia occidental, aunque desconocen el legado del que se apropian. Han mestizado el odio islámico con la malignidad europea, haciendo del antisemitismo un fenómeno de la globalización, alentado con dinero árabe, política iraní y la insobornable estupidez estudiantil. Como a nuevos europeos, les sucede lo de aquel personaje de Moliere que descubrió que siempre había hablado en prosa y no lo sabía.

El comportamiento pasivo de la policía holandesa ilustra el indiscutible linaje compartido. Es la simple y prolífica descendencia en el Corán de la Inquisición, el nazismo, el fascismo, los pogromos rusos, el fanatismo de la iglesia, de Wagner, de Petliura, de Henry Ford, de Maurras, de Pio XII, de Dreu La Rochelle, por citar apenas unas cicatrices de la infamia. Memoria no les faltó a estos violentos del siglo XXI. Estaban sobredeterminados por la propia exclusión, envueltos en el choque de culturas que predijo Huntington, y fundiendo el titánico odio musulmán con el crónico antisemitismo europeo. Amalgamaron sus fuentes hasta potenciar una arquetípica maldad de estatura continental. En Ámsterdam, con un pasado tolerante que iluminaba Spinoza, se encriptó un antisemitismo globalizado que parece indetenible.

En cuanto a las víctimas, seguramente hay muchos israelíes que se consideraban solo israelíes, no judíos, y aquí se encontraron con gente no actualizada en su filosofía de la identidad. Cuando Ben Gurion impulsó el proceso Eichmann, había advertido que en la caudalosa corriente del orgullo israelí se había perdido la humillación central originaria. Ese espacio sin saturar lo sostienen las raíces profundas del antisemitismo. La experiencia subjetiva de mayoría tiende a disolver la memoria de minoría, y se aturde una sensibilidad atesorada en milenios, un oído absoluto para la desdicha. Entre el canario moribundo y la idea de israelíes Cruzados de Occidente, sucede la fuga hacia delante de una olvidada condición.

Cabe recordar que hasta la segunda guerra los judíos fueron los genuinos cosmopolitas, verdaderos europeos adelantados, como Stefan Zweig, Joseph Roth o Karl Kraus, pero impotentes para sostener en los devaneos de las vanguardias su perfil humanista, el halito ilusorio de la ilustración. Ellos habían explorado el misterio de la vida urbana, fueron pioneros de la modernidad, intrépidos Ulises del Siglo XX, sin desvariar su lucidez con ancestros mitológicos, montañas y selvas negras. Todos ellos defendieron en alemán un cosmopolitismo agónico. Era una minoría execrada, pero hondamente inserta en el drama de la mayoría que la execraba. Ahogado su clamor en la marejada nihilista, fueron nazis los que dolosamente purificados llevaron a cabo la lucha de Occidente contra la barbarie oriental. Esas herencias épicas trasladaban sus ecos a través de los siglos: germanos contra eslavos, griegos contra persas. En esa genealogía bélica no estaban los judíos, ni antes ni ahora, porque el antisemitismo es remoto y tiene una mala salud de hierro, y los judíos resultan la minoría más cabalmente estigmatizada de la historia. Un odio de este carácter es tan poderoso como oscuro, y siempre es enigmático; no se puede explicar racionalmente lo que no se gestó racionalmente.

El genocidio nazi y el Holocausto judío sugieren definiciones cóncava y convexa de un mismo fenómeno. Eran dos mundos distintos, la equivalencia estaba falseada. Los negadores del Holocausto hasta cierto punto son sinceros, para ellos nunca ocurrió. No es casual que después de conocer los campos de concentración y las cámaras de gas, demorase tanto su relato, que el primer film sobre un colaboracionista francés se filmase treinta años después de la guerra, que el atroz estadio de París se estuviese documentado medio siglo después, que Rusia considerase por décadas victimas del pueblo soviético la masiva y especial matanza de judíos, que Alemania haya reconocido su ominoso pasado cuando la mayoría de los criminales ya estaba jubilada debidamente y muerta en su cama, que el Vaticano haya mantenido durante casi un siglo su complicidad con los nazis en la aniquilación de sus “hermanos mayores”.

El tamaño de la hecatombe paralizó la revelación, detuvo la memoria, y a veces sustituyó su efecto con los temores de la bomba atómica o el ideológico clamor por la paz mundial. Luego se intentó domesticar el incesante agujero negro, conmemorar lo inclasificable, hasta hacerlo patrimonio de la humanidad, como los parques venerables. La sacralización encubridora de la memoria era eficiente. Al final, contra la profecía del pasmado Adorno, se pudo escribir poesía después de Auschwitz. Y la escribió primero el sobreviviente Joseph Celan, y en el mismo idioma del verdugo, un esforzado gesto cosmopolita sin duda, porque el autor después entró altivamente al club de los suicidas, como Stefan Zweig, Walter Benjamín o Primo Levy. Probablemente, compartían la desesperanza histórica judía, que hoy se materializa con puntualidad escalofriante.


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