Daniel Castro Aniyar / Azaká (alarma)

Lunes pasado, Tel Aviv amaneció lloviendo a cántaros. Toda la ciudad está empapelada con “Bring them home”. Los rostros de los secuestrados están en todas partes, como si los ciudadanos necesitasen recordarlos en las pequeñas cosas de la vida: en el platito del café, en la luz de cruce del carro, cuando caminas mirando el piso, en el reflejo del agua encharcada.

Aquí no es como en Teherán donde los conocidos de siempre dictan sus órdenes desde plazas, grandilocuentes, como un Big Brother cenital, extraños al mundo de la gente, con micrófonos y tarimas, asegurados con guardias.

Aquí, mas bien, en todas partes, hay un lacito amarillo. En la bolsa de los tomates, en la bicicleta verde, en el tocado de la chica. Esa unidad en torno a los secuestrados no se siente en la conversación, sin embargo,

Aquí, mucho se siente sin que se diga.

Mi hija dice que es muy simple: si se ponen a hablar de eso no podrían tener una vida cotidiana. Eso es muy israelí, debo decir: se habla apasionadamente de todo pero, de lo realmente más importante, aquello que permanece (la religión, los fallecidos, los secuestrados, por ejemplo) no se habla fácilmente en la calle. La noticia pasa, se comenta y se guarda entre todos. Hay mucho respeto en no usar palabras en vano para estos temas.

En la noche de ese lunes, la lluvia se hizo ecuatorial. Se cerró el cielo con agua e impresionantes tormentas eléctricas. Y yo sé de eso, así que si puedo decir que era como una rotura grave del cielo, de esas que se ven en el mar. Apenas se veían unos con otros. Nos resguardamos en las casas, sabiendo que era imposible cumplir con la lista de diligencias diarias. Allí, en el frío hogareño, protegidos entre todos de la dura intemperie, se sintió nuevamente esa unidad invisible que es tan característica de este país. Es como que hay impulso , entre materno y tribal, de buscar abrigo silencioso en la gente propia, cuando llega el destino.

Cerca de las 11:00 pm sonó la azaká, la alarma.

Se levantaron todos, cogieron sus bebés , sus niños, sus perros y se fueron a los refugios. En las escaleras nos vimos, en paños menores y batas de baño, con esa familiaridad que solo es posible aquí, silenciosa, astutamente nerviosa, siempre con sentido del humor. El oído muy entrenado de los vecinos diferenció los truenos y relámpagos de la que fue la destrucción aérea del misil de los terroristas hutíes. Y luego se relajaron, rieron, dijeron algún chiste adecuado al momento, y regresaron a sus hogares.

Así pasa. Yo mismo llegué a vivir eso, pero con nueve y diez andanadas de misiles diarios contra mi apartamento en Ashkelon. Y es así. Lo siguiente es hablar del café. Ver el celular.

El Kipat Barzel ( Domo de Hierro) , y todos los sistemas antimisiles, se describen mejor que “la mano de HaShem protegiendo al pueblo”.

Más bien, en mi opinión, como la frazada de la madre, que tejió ella misma a mano, y que dice, “no te preocupes, estamos juntos”.


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